Primeras palabras
La agresividad es común en los niños. Así, pegarles a sus pares, hacer rabietas, burlarse de otros, utilizar palabras inadecuadas, desafiar a los adultos y otras conductas pasibles de reputarse como agresivas suelen ser parte del comportamiento esperable de los pequeños, expresiones que van mermando con la edad y con las adecuadas correcciones que los padres y el entorno van marcando para que su manera de estar en la sociedad se vaya amoldando a lo que es deseable.
También circunstancias puntuales tales como el nacimiento de un hermano, la separación de los padres, la muerte de algún ser querido, las mudanzas, los cambios de escuela, el alejamiento de alguna amistad y muchas otras pueden influir en que se presenten estallidos ocasionales o durante un tiempo breve.
Las frustraciones, los desengaños, las esperanzas incumplidas, la agresividad del entorno, el abuso, el bullying, los malos ejemplos, la falta de contención, la pobreza y otras cuestiones ambientales y afectivas suelen ser fuentes de conductas agresivas.
Generalmente, con la corrección de los problemas puntuales capaces de desencadenar actitudes violentas, ellas tienden a desaparecer o, cuando menos, bajarse hasta niveles considerados normales.
Cuando estas conductas persisten durante seis o más meses y no se encuentra causa que sea capaz de ocasionarlas, es cuando aparecen los trastornos violentos en niños.
¿Qué es una conducta normal?
No puede darse una definición exacta y acabada para responder esta pregunta, dadas las disparidades que presentan las personas y las sociedades, aun dentro de un mismo territorio.
Una aproximación explica que la conducta es considerada “buena” cuando es social y culturalmente adecuada en un tiempo y en un lugar determinados y apropiada en términos de desarrollo según la edad. Se trata, como ocurre con la mayor parte de las cuestiones que atañen a las sociedades, de una especie de promedio que admite pequeños desfasajes temporales y leves variaciones personales.
Por ejemplo, responder violentamente ante cuestiones que causan algún dolor, incomodidad, angustia, ansiedad u otra sensación displacentera entra dentro de lo que se considera normal en niños durante un cierto tiempo, pasado el cual, su persistencia entra en el campo de lo patológico.
Los trastornos violentos
Raramente se obtiene un diagnóstico de un desorden comportamental violento antes de los 5 años, excepto cuando existen señales muy evidentes, ya que, como se dijo, los estallidos temperamentales, los berrinches, las agresiones y otras manifestaciones son comunes hasta dicha edad.
La diferencia la marca la repetitividad y la intensidad, así como la persistencia a través del tiempo de esta clase de conductas. De hecho, muchas investigaciones concuerdan en señalar que ellas deben mantenerse por al menos seis meses.
Si bien existen los trastornos violentos sin otra patología asociada, que en estos casos es usual que se deban a factores externos tales como los apuntados (violencia en el seno de la familia, abusos, acosamiento escolar, etc.), lo corriente es que aparezcan como síntomas integrantes de cuadros mayores, entre ellos, los más frecuentes son los referidos a Trastornos por Déficit de Atención e Hiperactividad, Trastorno Oposicionista Desafiante, Autismo, Desorden por Ansiedad, Depresión, Desorden Bipolar, Trastornos del Aprendizaje y Trastornos de Conducta.
Para algunos, solamente entrarían en consideración dentro de estos trastornos el oposicionismo desafiante, los trastornos de conducta y el TDAH, aunque, en realidad existe cierto consenso para ubicarlos como parte de los ocho trastornos/desórdenes mencionados.
Los signos más frecuentes de estas conductas son:
– Dañar o amenazar a otras personas, a mascotas o a sí mismos.
– Dañar o destruir pertenencias de otros.
– No tener buen rendimiento escolar.
– Comenzar a fumar, beber o consumir drogas a edades muy tempranas.
– Manifestar rabietas frecuentes.
– Discutir sin mayores motivos.
– Hostilidad constante hacia las figuras de autoridad (padres, maestros, adultos).
– Impulsividad.
– Irritabilidad.
Por otro lado, el Instituto Nacional de Salud Mental de los EE.UU. (NIMH, por sus siglas en inglés) estima que este tipo de trastornos es uno de los más frecuentes, afectando entre el 10 al 15% de los niños.
Diagnóstico y tratamiento
Los casos más extremos despiertan sospechas tempranas, dado que la magnitud de los síntomas alerta sobre la existencia de algún problema. Los más leves, en cambio, pueden demandar más tiempo para alertar.
Lo más corriente es que los problemas se revelen con el ingreso a la preescolaridad o la escolaridad, donde las conductas manifestadas pueden llevar a que se evidencien problemas entre quienes no estén habituados a ellas y, por lo tanto, no las tengan por normales. Además, la ampliación del ámbito de actuación hace que se resalten las conductas agresivas.
El diagnóstico lo realizará un profesional de la salud idóneo, teniendo en cuenta la patología de base y descartando, como primera medida, que se trate de un acontecimiento puntual, efímero y/o que sea producto de su edad evolutiva. En muchos casos, se recurre a cuestionarios que ponderan distintos ítems para determinar si se está en presencia de uno de estos trastornos y cuál es su intensidad. En el recuadro se presenta uno típico.
Sea cual fuere la causa que genere estos trastornos, se advierte que es necesario tratarlos, dado que normalmente no se resuelven con el paso del tiempo, sino que, por el contrario, la tendencia es a naturalizarse en el niño y con tendencia a agravarse.
El tratamiento involucra varias instancias, algunas de las cuales pueden (y deben) darse simultánea y complementariamente.
Por un lado, se halla el entrenamiento de habilidades socio-emocionales, que implica la adquisición por el niño de técnicas de identificación y manejo de la agresividad, cómo llevarse mejor con los demás y estrategias para decidir razonando en lugar de dar paso a la impulsividad.
Los tratamientos psicológicos y psicoanalíticos son otra fuente importante, menos intervencionista, para lidiar con estas conductas. Buscan dar con el núcleo del problema y que el propio sujeto pueda resolverlo.
Los dos tipos de intervención anteriores frecuentemente se complementan con la recurrencia a la Psiquiatría, con la posibilidad de distintos tipos de medicación estabilizadora de la conducta, aunque, por los efectos a largo plazo hacen que, según muchos profesionales, deba considerarse solamente para casos extremos, sobre todo en los niños más pequeños. Los más recurrentes son los antidepresivos, los ansiolíticos y los estabilizadores de los estados de ánimo.
Otra de las instancias, y una de las más importantes, es el aporte de los padres, cuyo involucramiento en el proceso de mejoramiento de la conducta de sus hijos resulta fundamental.
¿Qué pueden hacer los padres?
Existen, al menos cuatro tipos de padres/madres: los autoritarios (reglas estrictas, impuestas, sin participación de los niños), los autorizados (reglas claras, con participación de los hijos), los permisivos (pocas reglas y demasiado flexibles, poca disciplina, padres “amigos” de los hijos) y los ausentes (aquellos que, de una forma u otra, se desentienden de los niños).
Resulta obvio señalar que la parentalidad ideal es la segunda, aquella que, si bien impone reglas más o menos estrictas, permite la discusión de ellas y llegar a un consenso, sin que los padres declinen su autoridad.
Por cuestiones afectivas, conocimiento y proximidad, el rol de los padres para desarmar o, al menos, atenuar los efectos de los trastornos violentos es central.
Uno de los primeros consejos de los profesionales abocados a la temática es mantenerse pacientes. La empatía, una actitud abierta y la calma son pilares necesarios para tratar con estos casos de violencia. De ninguna manera debe responderse agresivamente ante la agresividad, dado que ello reforzaría la actitud. Los niños suelen relacionarse con los demás de manera similar a como lo hacen con los padres, por ello el ejemplo es vital.
Otra cuestión a considerar es el gradualismo. Seguramente que lo que cualquiera desea es que el niño modifique sus conductas agresivas completamente de la noche a la mañana, pero ello es muy difícil de lograr, por no decir casi imposible. Por ello, es mejor trabajar las actitudes de a una o, a lo sumo de a dos, reforzando aquellas positivas mediante recompensas. Para esto es necesario explicar qué se espera y lo que se ganará alcanzando el objetivo, lo que puede consistir en alguna golosina, más tiempo para jugar, etc. La gratificación debe ser inmediata.
Hacer una lista con las reglas de buena conducta es una estrategia que puede resultar útil, sobre todo si se la hace y se la repasa con el niño, fundamentalmente orientadas hacia cómo debe ser el trato con los demás, los hábitos saludables y lo negativo de dañar a cosas, personas y a sí mismo.
El denominado “tiempo fuera” y otras estrategias sirven para calmar los arrebatos. Consiste en que, cuando alguna de las reglas se rompe, el niño debe pasar un tiempo breve en algún lugar de la casa que no lo asuste pero que tampoco lo distraiga durante el cual ni él podrá hablar ni los demás se comunicarán con su persona. Usualmente, se advierte ante la primera falta que la siguiente merecerá la pena.
También es importante que se acepte al niño tal cual es su personalidad básica. Lo que se busca es disminuir o hacer desaparecer la violencia, no cambiar de cuajo la base de su ser. Si es tímido, activo, sociable, comunicativo ello podrá modificarse un poco, pero es mejor si se consiente su forma de comportarse si no implica agresividad.
No criticarlo frente a otras personas, elogiarlo cuando lo merece, ser afectivo, hacerlo participar de las decisiones, tener en cuenta aquello que le gusta o no son otras formas de contención que pueden hacer decrecer los episodios de violencia.
Los profesionales de la salud son quienes seguramente brindarán otras herramientas específicas para cada caso concreto y quienes sugerirán las líneas de acción del tratamiento y la forma de coordinar las distintas intervenciones para obtener los mejores resultados posibles.
Colofón
Los Trastornos Violentos en Niños son un problema extendido. Como ocurre en todos los casos, se han dado indicaciones y descripciones generales, puesto que el diagnóstico y las líneas de acción a seguir deben ser personalizados.
Si bien siempre son los profesionales de salud quienes realizan el diagnóstico y sugieren el tratamiento correspondiente, son los padres quienes toman la decisión final y, de acuerdo con la Convención de los Derechos del Niño, si este está en condiciones de opinar, también debe escuchárselo, ya que es el principal interesado.
Algunas fuentes:
– https://research.bowdoin.edu/rothbart-temperament-questionnaires/instrument-descriptions/the-childrens-behavior-questionnaire/
– https://www.bristol.ac.uk/media-library/sites/social-community-medicine/migrated/documents/probit2sdqparent.pdf
– http://www.kidsmentalhealth.org/childrens-behavioral-and-emotional-disorders/
– https://childmind.org/topics/concerns/behavior/
– https://www.healthline.com/health/parenting/behavioral-disorders-in-children#2
– https://www.healthychildren.org/English/health-issues/conditions/emotional-problems/Pages/Disruptive-Behavior-Disorders.aspx
– https://www.healthline.com/health/parenting/behavioral-disorders-in-children
– https://www.aacap.org/AACAP/Families_and_Youth/Facts_for_Families/FFF-Spanish/Desordenes-de-la-Conducta-033.aspx
– https://es.familydoctor.org/lo-que-puede-hacer-para-cambiar-la-conducta-de-su-hijo/?adfree=true