Dicho apelativo proviene al constatarse que la prevalencia de esa condición en los EE.UU. era de 1 en 150 en el año 2000, para subir a 1 en 54 apenas dieciséis años después, considerándose en la actualidad que se da en 1 de cada 44 niños.
La autora, Rachel Burr Gerrard, directora del Máster en Filosofía del Programa de Salud, Medicina y Sociedad de la Universidad de Harvard, asegura que las razones que se dan sobre el incremento no alcanzan.
Causas atribuidas como las vacunas han quedado largamente defenestradas por la comunidad científica. A su vez, la atribución del fenómeno a la mayor edad en que las personas son padres y madres apenas explicarían un 3% de los casos. Tampoco la difusión de la problemática daría razón del mayor número de casos.
La investigadora se basa, entre otras fuentes, en un libro lanzado en 2010 bajo el título “The Autism Matrix”, y en documentos que revelan que el movimiento de desinstitucionalización comenzado en la década de 1960 por grupos paternos como la Asociación Nacional de Niños Retardados (se llamaba así, entonces, a las personas con discapacidad mental) tendría como efecto que la “epidemia” se deba a factores sociales.
Además de bregar por sacar de hospicios, hogares, hospitales y otros lugares de confinamiento a dichos niños, empezó a tomar cuerpo la creencia de que aquellos diagnosticados con Autismo tenían mejores posibilidades de cura que los etiquetados con discapacidad mental.
Al mismo tiempo, la expansión de la conciencia sobre los TEA hizo que muchos Estados dieran respuesta para brindar terapias, que, de realizarse en forma privada, podrían costar U$S 50.000 anuales o más a los padres, mientras que la discapacidad mental no tiene tantos beneficios, por lo que los diagnósticos sobre Autismo crecen, mientras que los otros decaen.
Muchas de las instituciones, asociaciones, ongs y padres no aceptan la “causa social”, que incluso implica cierta connivencia entre médicos y pacientes, por lo que la polémica quedó abierta.