Muchos de nosotros debemos recordar cuando, siendo niños, nos insistían en saludar a la gente con besos. “Dale un beso a la tía”, famosa frase que para todo nene o nena ya crecido era común y corriente y que ahora los infantes desconocen. La obligatoriedad de algunas normas sociales ha quedado totalmente fuera de época. Sin em-bargo, exigir el cumplimiento de ciertas reglas suele redundar en beneficios.
Borde, terminación, límite. Estamos hablando de marcar, de alguna manera, hasta dónde. Esta línea imaginaria es de enorme utilidad en tantos aspectos que seguramente nos quedaremos cortos. Lo primero en lo que se piensa es en la seguridad: un bebé comienza a gatear, anda por toda la casa explorando y, en un rincón del living, se acerca al enchufe del velador. Por supuesto, como papás y mamás responsables, todo está cubierto, escondido y protegido. Sin embargo, el límite es lo que va a servir para que el bebé, en futuras situaciones de acercamiento a distintos enchufes, sepa hasta dónde puede y hasta dónde no puede.
De la misma manera, el respeto del espacio personal es un límite que debe estar bien establecido. Tanto el propio como el ajeno. No debemos cruzar ese borde para no incomodar a otras personas, tanto como no vamos a permitir a nadie invadir nuestro espacio personal. En todas las etapas de nuestra vida es importante saberlo, pero ciertamente es un aprendizaje que es mejor tener a mando desde la primera infancia.
Así también, la educación inclusiva requiere límites para que el desarrollo del aprendizaje se de en un ambiente tranquilo y acorde a las necesidades de todos los que conforman un aula inclusiva.
Niños y niñas necesitan reglas para entender cómo regularse y aprender a desarrollar su autonomía, lo que va a incentivar su autoestima. Por supuesto, hablamos de límites saludables que permitan actuar desde el respeto. Explorar implica riesgo, y el límite es la red de seguridad. Pocos, breves y adecuados a su edad, de manera de que queden claros y queden bien establecidos. La carencia de este borde genera a futuro mucha frustración, dado que la vida en sociedad nos impele a respetar normas que, de no entenderlas, nos dejan en una situación de confusión permanente.
Las preguntas que se dan en casa de todos nosotros también se presentan en el ámbito escolar: ¿cómo le explico? ¿cuántas veces tengo que decirle? ¿hay alguna manera particular de explicarle? Claramente es un gran desafío, pero los límites deben estar definitivamente claros.
Con una paciente de escuela primaria he vivido una experiencia sumamente interesante en este aspecto. El equipo terapéutico me solicitó trabajar con TCC, Terapia Cognitiva Conductual, porque sus crisis dentro del aula eran cosa de todos los días. Desde el principio entendí que sería una tarea agotadora y que requeriría mucha paciencia de mi parte. Inició el año lectivo y resultó muy interesante pasar los primeros tres días conociéndonos, a la expectativa de que se diera alguno de los momentos que me habían descrito en las reuniones previas. Hasta ese miércoles, todo se había dado con tranquilidad y entendimiento. Pero el comienzo del jueves fue fatal.
La mañana de educación física la tenía de mal humor. No quería correr, no quería sentarse, no quería nada de lo que pudieran proponerle. Atravesamos la clase entre un juego de Quemados y quejas.
Al entrar en el aula, el desborde emocional se hizo evidente: empezó a elevar la voz, la cartuchera salió volando y el aleteo de sus manos se intensificó. La docente iniciaba su clase intentando disimular los gritos. Mis palabras no eran suficientes y mi paciente empezó a insultarme. Frente a la cara de horror de todo el mundo, se hizo necesario salir del aula.
En un lugar abierto, en este caso el patio de recreos, buscamos un rinconcito. Ella seguía con los insultos y dirigía toda su furia hacia mí. Con la voz más firme del mundo y una enorme serenidad, le advertí que no iba a permitir que me insultara y nos quedaríamos en el patio todo el tiempo necesario hasta que dejara de hacerlo. Le sugerí que podíamos caminar o que podía saltar un rato, mientras pensaba cómo redirigir las emociones negativas que la invadían. Recordé que tenía en la cartera uno de esos cubos anti estrés, pero no podía moverme de ahí. Ella quería volver a clase, quería estar con sus compañeros, cosa que hizo un buen rato después, cuando logró autoregularse.
Apenas un par de minutos luego de entrar al aula sacó el celular, y tuve que pedirle que lo guardara. La ola de insultos comenzó. Era mi primera semana, si no resolvía esto, pasaría todo el año lidiando con sus insultos, por lo que volvimos a salir del aula. El rincón en el patio se hizo conocido y le sirvió, además, para que caminara de un lado a otro y descargara, esta vez con el cubo antiestrés que le di. Volvimos al aula cuando pudo dejar de insultarme. ¿Creen que terminó así? No había pasado media hora y volvimos a escuchar sus barbaridades. Me levanté y sin que dijera “vamos al patio” ella se levantó conmigo. Parece poco, pero fue una gran batalla ganada: ella ya entendía que sus acciones tendrían consecuencias. La docente me pedía que la dejara, que ya se le iba a pasar pero era tan importante lo que estaba en juego que necesitaba dejar claro el límite.
Ya en el patio, poniendo toda su energía en el juguete que le ofrecí, se disculpó y dijo que quería volver a clase con sus compañeros. Ese fue el momento más importante de todo el año: conversamos. Hablamos de lo que le pasaba, de la furia -como me decía ella- que sentía algunas veces. No me tocaba a mí trabajar el origen de esa furia, mi tarea fue informar, pero sí trabajamos todo el año sobre cómo redirigir ese sentimiento.
Para poner límites, siempre tengamos en cuenta que es sumamente importante hacerlo siguiendo algunos principios básicos:
• Las normas y límites deben responder a la edad de quien debe cumplirlas, es fundamental no sobreexigir a niños y niñas, por lo que cada circunstancia debe ser planteada con singularidad.
• Se debe poner límites con comunicación. Explicar el límite las veces que sea necesario y sentarlo a través de una conexión emocional.
• La comunicación permite ejercer la democracia: al conocer las normas se puede enseñar a elegir su cumplimiento.
• Tengamos presente que estamos elaborando una libertad conducida, de camino a su autonomía. Debemos aceptar su individualidad y sus elecciones.
• Por supuesto, los sentimientos que acompañan todo intento de romper los límites deben ser trabajados, redirigidos. No debemos ignorar lo que sucede con el niño o niña más allá de que cumpla o no con las reglas.
• La consistencia lo es todo. Es la clave para muchas cosas, y en el caso de poner límites, ser constantes ayudará al niño o niña a aprender a interiorizar la norma, y a entender que si no la cumple, hay determinadas consecuencias que siguen a su elección.
Fernanda Argüello*
*Fernanda Argüello es Acompañante terapéutica, Profesional de apoyo a la inclusión. Escritora de libros infantiles.
Instagram: @at.terapiahoy