Cabe mencionar que desde el mes de marzo de 2020 las instituciones prestadoras de servicios para personas con discapacidad de nuestro país han tenido que interrumpir su labor habitual presencial y desde el mes de abril, a partir de la resolución 282/2020, comenzar a implementar en su reemplazo, una modalidad de funcionamiento virtual mediante el uso de tecnología con servicio de internet, dada en llamar teleasistencia por la Superintendencia de Servicios de Salud.
Si bien este escrito no pretende comprender la complejidad del impacto en su conjunto que esta situación de alarma sanitaria ha producido en los dispositivos de abordaje, no puede soslayar detenerse en el marco normativo desde el cual se regulan las prácticas institucionales, a fin de reflexionar sobre el nivel de adherencia al mismo y, en este sentido, la posibilidad de condicionamiento sobre las intervenciones institucionales que en este escenario se desplieguen.
Asimismo, se intentarán identificar los obstáculos que en este contexto de pandemia puedan comprometer la protección de los derechos de las personas con discapacidad, a la vez que se procurará indagar sobre las consecuencias de la vulneración de los mismos.
Finalmente, se planteará como apuesta posible ciertas acciones, enfoques y posicionamientos que la institución puede asumir tras un proceso de interpelación y problematización necesario, a fin de salvaguardar los derechos de la personas con discapacidad.
La institución que viene siendo interpelada
En nuestro país, el abordaje de la discapacidad a través de espacios institucionales desde una lógica terapéutica, educativa y de formación laboral es relativamente reciente, siendo que a partir del año 1997 a través de la Ley 24.901 (Sistema de Prestaciones Básicas en Habilitación Integral y Rehabilitación a Favor de las Personas con Discapacidad) se crearon los primeros Centros de Día, Centros Educativos Terapéuticos, y demás instituciones especializadas en el abordaje de las necesidades, que de acuerdo a la Ley, presentaban las personas con discapacidad.
Estos dispositivos institucionales se erigieron en ese entonces a partir de una perspectiva medicalizante, fundamentalmente dirigidos a la rehabilitación de la persona identificada con una discapacidad y definida por una condición médica.
De esta manera, hubo una impronta de patologización de la discapacidad que se asentó en lo que se ha dado en llamar el modelo médico-individual orientando los proyectos institucionales durante las últimas dos décadas, y que puede aún verse reflejado en la actualidad (Lentini, 2018) en muchas prácticas y posiciones teóricas a pesar de la sanción en 2008 en Argentina de la Ley 26.378 (Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad) y de los nuevos debates y reposicionamientos que a partir de la misma se plantean. Un ejemplo de ello podemos verlo sobre todo durante el último período, donde parece cobrar protagonismo el paradigma de la neurodiversidad y con él una vuelta hacia el modelo médico.
Si realizamos un recorrido histórico que trascienda las fronteras nacionales, notaremos que desde la Edad Media hasta la actualidad han venido ocurriendo diferentes hechos que produjeron importantes cambios en la manera de entender la discapacidad y que fueron plasmándose en lo que denominamos paradigmas (Khun, 1969). Tal es así, que la Convención internacional sobre los derechos de las personas con discapacidad (2006, en adelante la Convención) tuvo lugar en el mundo tras decenios de años de lucha por parte de personas con discapacidad y de organizaciones dedicadas a promover sus intereses con el fin de lograr el reconocimiento mundial de la discapacidad como cuestión de derechos humanos, siendo la irrupción de este último suceso lo que fue construyendo un nuevo escenario social en el que la problemática de la discapacidad tuvo otro papel y donde comenzó a entenderse, de allí en adelante, al sujeto con discapacidad no en función del déficit, sino en la interacción con su contexto (Rocha, 2014).
En Argentina, la Ley 26.378, que adhiere a la Convención, es desde donde cobra fuerza nacional el llamado modelo social de la discapacidad (Palacios, 2008). En este modelo, apartado del anterior modelo médico-individual, la discapacidad es entendida como existente en la medida que la sociedad le asigna un disvalor a esa condición, siendo la persona con discapacidad aquella que se encuentra en su cotidianeidad con barreras (sociales, políticas, económicas, culturales, arquitectónicas, medioambientales, entre otras) que le impiden un desenvolvimiento en iguales condiciones de oportunidad que el resto de la población (Chávez Penillas & REDI, 2012).
Desde el modelo social se sostiene que no son las limitaciones individuales las raíces del problema, sino las limitaciones de la propia sociedad para prestar servicios apropiados y para asegurar adecuadamente que las necesidades de las personas con discapacidad sean tenidas en cuenta dentro de la organización social (Palacios, 2008)
Sin embargo, pese a la sanción de las nuevas normativas en los últimos años y la interesante producción académica junto a numerosas prácticas profesionales abordando la discapacidad desde una perspectiva de derechos, en Argentina aún asistimos a la coexistencia de ambos modelos. Esta encrucijada entre concepciones generalmente contrapuestas, acaba traduciéndose en las prácticas profesionales, lo que suele producir contradicciones, discordancias, o paradojas.
Por lo tanto, y en vistas de una necesidad de adecuación al llamado modelo social, la apuesta sigue teniendo que ver con una urgencia de problematización del marco normativo del cual provienen los criterios que aún regulan la práctica institucional, que permitan repensar la mirada sobre los objetivos de una institución. De esta manera, podría abrirse una mayor permeabilidad y adhesión a la perspectiva de derechos, e incorporación a las tareas cotidianas que promuevan la inclusión, las intervenciones singularizantes, y el protagonismo de la persona con discapacidad en su tratamiento, educación y ocupación (Cifre Carrillo et al. 2020).
Políticas de ajuste
A su vez, en los últimos años nuestro país se vio signado por un ajuste escandaloso sobre los recursos destinados a las personas con discapacidad, plasmándose en cese de pago a las instituciones que prestan atención, reducción de pensiones, medicamentos y baja de prestaciones, además de una profundización de las falencias en materia de desarrollo de políticas públicas arrastrada desde décadas. Esta situación estrepitosamente injusta ha hecho posible la aparición de una suerte de ventana para que un sector de la sociedad atravesado por la problemática, como ser instituciones, profesionales y organizaciones de la sociedad civil, pudiesen congregarse y aunar esfuerzos hacia un reclamo conjunto de un NO al ajuste en discapacidad. Este enclave de reclamo ha perdurado en el tiempo, y en el presente continúa dando batalla a la falta o insuficiencia en la respuesta del estado y/o del sector privado a las necesidades que siguen estando insatisfechas, poniendo en cuestión las políticas públicas e interpelando por añadidura la propia praxis institucional en un contexto de escasos recursos.
La institución nuevamente interpelada: el impacto de la pandemia
Frente a este panorama de controversias que veníamos desarrollando, una nueva situación ha azotado al mundo producto de la pandemia desencadenada por el nuevo coronavirus.
Este escenario ha puesto a prueba a todas las sociedades en su capacidad de respuesta y resistencia a un catástrofe social, sanitaria y económica de tal magnitud, así como también ha sometido a una tensión extrema los principios inspiradores del discurso de los derechos humanos (Blanco, 2020).
Podemos pensar que la Convención, como nuevo instrumento normativo supone contar con una herramienta jurídica a la hora de hacer valer los derechos de las personas con discapacidad en momentos críticos como, por ejemplo, las emergencias sanitarias.
Pero la situación de alarma sanitaria ha hecho visible en nuestro país el escaso conocimiento y la deficiencia en la implementación de los postulados de la Convención, que se plasmaron en omisiones y confusiones acerca del tratamiento y recomendaciones dirigidas al colectivo de personas con discapacidad en el marco de la emergencia.
En Marzo de 2020, en Argentina se dieron a conocer las primeras medidas socio-sanitarias que restringirían la circulación de las personas como mecanismo de prevención de la covid-19 y con ellas las primeras contradicciones que comenzaron a vivenciar y soportar las personas con discapacidad, los trabajadores del sector y las instituciones que los nuclean.
Es así que gran parte de la información que comenzó a circular acerca de la nueva organización social pretendida, fue pronunciada de manera confusa para este colectivo de personas, las instituciones y transportes prestadores de servicios. Si bien en la fase de cuarentena estricta todas las personas estuvieron impedidas a la circulación, una vez flexibilizadas ciertas actividades las personas con discapacidad asistentes a las instituciones no pudieron saberse contempladas en los anuncios oficiales, en un contexto de comunicación que pareció privilegiar la planificación de las actividades de los sectores educativos pertenecientes a los ciclos de la llamada escuela común.
En este sentido, las políticas públicas destinadas al sector evidenciaron la ausencia de una propuesta de planificación en consonancia, además de la escasez de recursos, debiendo asumir la implementación de los cambios que se necesitaron otros agentes sociales, como ser las organizaciones de la sociedad civil y las propias instituciones.
De esta manera, las personas con discapacidad una vez más se vieron en la situación de no saberse incluidas en las decisiones que afectaban a la sociedad, con la consecuente incertidumbre acerca de la continuidad de sus actividades, sus tratamientos y educación, producto de arbitrajes poco claros e indiferentes que pusieron en jaque la continuidad en los pagos de las prestaciones.
De esta forma, luego de varias idas y vueltas en cuanto al reconocimiento económico de las prestaciones institucionales, asistimos a una suspensión de la presencialidad durante casi todo el año 2020 y parte del 2021, donde finalmente se implementaron, podríamos arriesgar de forma artesanal, acciones mediadas por la virtualidad como modalidad alternativa.
La pandemia ha resaltado a nivel mundial una de las caras más amargas del capitalismo, donde la preservación de ciertos capitales ha sido priorizada por sobre la vida y la salud de las personas, lo que se traduce en poner en riesgo los derechos humanos de las personas en situación de vulnerabilidad.
En este contexto de exclusión, que seguramente ha podido reeditar mecanismos de segregación ya conocidos y transitados, las personas con discapacidad nuevamente se encontraron frente a un escenario de decisiones políticas, sociales y económicas que no las involucran.
De esta forma, las intervenciones que tuvieron lugar durante el período de confinamiento y distanciamiento social han sido generadas en un entramado que surgió de lo particular de cada institución y fue articulándose en lo general del diálogo entre instituciones, momento quizás posible por la cercanía que ya se venía sosteniendo en virtud de los reclamos por el ajuste en discapacidad. Este intercambio de escucha, de opinión y de lectura sobre las ideas que fueron surgiendo en otros espacios propició la base para pensar las intervenciones que se hacían necesarias sostener en la modalidad virtual y frente a la cual estábamos en situación de comenzar a construir como posibilidad.
De este modo, la situación de pandemia y de aislamiento social obligaron a redefinir en profundidad las intervenciones desplegadas en el marco de los dispositivos de Centros de Día, donde cada espacio comenzó a preguntarse acerca de la manera de continuar con cada proyecto y de generar estrategias para la continuidad del lazo social, inaugurando a la vez, nuevas modalidades de atención, apoyo y acompañamiento.
De la presencialidad a la virtualidad en un contexto de vulneración de derechos
Como veníamos desarrollando en el apartado anterior, en los últimos años tuvo lugar la emergencia de normativas destinadas a la protección de los derechos de las personas con discapacidad en consonancia con los postulados de la Convención, pero sabemos que su aparición no trae aparejados en sí mismos los cambios que se necesitan incorporar en una sociedad, ya que al decir de Franco Rotelli “no se puede cambiar con una ley un paradigma” (Carpintero, Vainer, 2014).
De manera que a la laboriosa incorporación que viene dándose en los últimos años de un modelo social de discapacidad signado por la perspectiva de derechos, se le suma en este escenario de pandemia, la dificultad que implica la fragilidad cuando no la vulneración de los derechos que se pretenden reivindicar.
Transitando ya el año 2021 estamos en condiciones de afirmar que las personas con discapacidad han sufrido de manera desproporcionada las consecuencias de la pandemia, comprometiendo aún más su derecho a la accesibilidad, a la educación, a la salud, al trabajo. La abrupta desaceleración de la economía que la pandemia trajo aparejada, sumada a la debacle económica que arrastrábamos de años anteriores, agravó la situación de inaccesibilidad para muchas familias que no pudieron disponer de recursos para contratar o mantener el servicio de internet, un elemento clave en el marco del confinamiento al que nos condujo la pandemia, para la socialización, el aprendizaje y/o la rehabilitación. En este sentido, si bien la situación de aislamiento social concedió un valor estratégico a la tecnología como posibilitadora del lazo social, no obstante, este recurso no se encuentra disponible ni al alcance de todos, lo que genera enormes y vergonzosas desigualdades sociales.
En cuanto al derecho a la accesibilidad el art. 9 (Ley 26.378) detalla lo siguiente:
A fin de que las personas con discapacidad puedan vivir en forma independiente y participar plenamente en todos los aspectos de la vida, los Estados Partes adoptarán medidas pertinentes para asegurar el acceso de las personas con discapacidad, en igualdad de condiciones con las demás, al entorno físico, el transporte, la información y las comunicaciones, incluidos los sistemas y las tecnologías de la información y las comunicaciones, y a otros servicios e instalaciones abiertos al público o de uso público, tanto en zonas urbanas como rurales (2008).
La crisis desatada si algo permitió dejar en claro, es que debe ser ponderada la necesidad de que los recursos financieros se hallen al servicio de la protección de este derecho, ya que la ausencia de accesibilidad compromete de forma taxativa el derecho a la educación y a otras formas de atención remotas durante el estado de alarma. A la vez, debe ser una prioridad la trasmisión de la información mediante vías accesibles atendiendo a la diversidad.
Por otro lado, el art. 24 (Ley 26.378) señala que “Los Estados Partes reconocen el derecho de las personas con discapacidad a la educación” y, en sus incisos c y e, se pronuncia respectivamente que “Se hagan ajustes razonables en función de las necesidades individuales”, y “se faciliten medidas de apoyo personalizadas y efectivas en entornos que fomenten al máximo el desarrollo académico y social, de conformidad con el objetivo de la plena inclusión”.
Por su parte, el art. 26, postula que en cuanto a la Habilitación y Rehabilitación, (…) los Estados Partes organizarán, intensificarán y ampliarán servicios y programas generales de habilitación y rehabilitación, en particular en los ámbitos de la salud, el empleo, la educación y los servicios sociales, apoyando la participación e inclusión en la comunidad y en todos los aspectos de la sociedad, sean voluntarios y estén a disposición de las personas con discapacidad lo más cerca posible de su propia comunidad, incluso en las zonas rurales.
Y concluye con que “los Estados Partes promoverán la disponibilidad, el conocimiento y el uso de tecnologías de apoyo y dispositivos destinados a las personas con discapacidad, a efectos de habilitación y rehabilitación”.
Ahora bien, si pensamos en acciones orientadas a garantizar estos derechos, atendiendo a la insuficiencia de políticas orientadas a velar por su cumplimiento, una cuestión fundamental ha sido para muchas instituciones la de cómo redefinir las intervenciones que se suceden en el marco del dispositivo de Centro de Día, sin incurrir en una posición asistencialista, o que pueda comprometer la autonomía de la persona con discapacidad.
De esta manera, advirtiendo que el impedimento a la presencialidad podría propiciar o intensificar dinámicas familiares que favorezcan los mecanismos endogámicos, la infantilización, la dependencia y la vulneración del derecho a la privacidad (art. 22, Ley 26.378), consideramos que debe constituirse en prioridad para las instituciones la formulación de perspectivas que resguarden a las personas con discapacidad de estas situaciones y/o contemplen recursos para contrarrestar sus efectos.
El uso de la tecnología principalmente a través de celulares que muchas veces son compartidos por varios miembros de la familia, circunstancia frecuentemente motivada por factores relacionados al contexto social y económico, donde suele resultar difícil diferenciar quien lee, recibe o responde a los mensajes, o bien los espacios físicos en los cuales se desarrollan las comunicaciones donde coinciden otras personas, hace necesario replantear los encuadres a fin de salvaguardar el derecho por el respeto a la privacidad que puede estar puesto en juego en estas situaciones. En este sentido, la apuesta desde la institución puede pensarse en términos de favorecer o habilitar cuando resulte necesario, la toma de decisión, el respeto por la privacidad y la diferenciación con el otro para posibilitar la emergencia y/o preservar la subjetividad.
La suspensión de la presencialidad como modalidad y espacio de encuentro, de circulación de la palabra que hace lazo social, significó para muchas personas con discapacidad la anulación de una posibilidad exogámica y de mediatización fundamental que han sido necesarias considerar como prioridad para poder sostener apoyos equivalentes desde las intervenciones institucionales (Cifre et al.2020).
Enlazado a lo anterior, también ha sido una cuestión central el preguntarnos por la modalidad de la intervención a distancia, donde si bien se asumiría una posición de alteridad con respecto a lo familiar para preservar lo exogámico y privilegiar la diferenciación y la autonomía, ello no garantiza por sí mismo el cuidado por la independencia de la persona con discapacidad.
A modo de ejemplo, podemos hacer alusión a la exigencia de obras sociales y empresas de medicina pre-paga (como modo de reconocer y solventar las prestaciones) al hecho de solicitar además de la teleasistencia, el envío de material didáctico a todos los concurrentes través de la producción de cuadernillos. En este sentido, es dable pensar que para que las acciones estén orientadas en pos de la singularidad y la independencia de la persona con discapacidad, las intervenciones no deben perseguir la mera adjudicación de tareas/actividades de manera unidireccional y mucho menos mediante el mismo formato, ya que se estaría no solo contribuyendo a la dependencia y omisión de las particularidades, sino a una situación de mera receptividad y pasividad.
A su vez, favorecer la independencia, aún desde la virtualidad y la distancia, tendrá que ver con advertir que la misma tiene un carácter relacional de interdependencia (Butler, 2006) y que por lo tanto no condice con pretender una situación de autosuficiencia. En este sentido, puede pensarse que aquello que habitualmente nombramos como autonomía tiene que ver con una construcción donde hay alteridades, habilitaciones, confianza, y aprendizajes en mutualidad. Al decir de Carmona Gallego (2019) “la mutua dependencia no excluye la posibilidad de desarrollar la autonomía” y ahí la institución debe tener un papel de interdependencia que destacar.
De esta forma, no sólo fue necesaria una reformulación de las modalidades de intervención de acuerdo al dispositivo de Centro de Día que veníamos desarrollando, donde se incorporaron inéditas maneras de comunicación, sino que ha sido inevitable un replanteo que obedeció a resignificar, además, los requerimientos de carácter administrativos.
Considerar nuevos modos de intervenir en el nuevo contexto, entraña en consecuencia, una reformulación de objetivos, conceptos y posiciones diferentes al encuadre institucional en su formato presencial.
En este escenario tan particular que nos ha tocado transitar como sociedad, muchas personas con discapacidad también han podido encontrar otros espacios de participación social a través del recurso de la tecnología, como por ejemplo el poder establecer comunicaciones grupales por fuera del espacio familiar, así como el hecho de incluirse en distintas propuestas institucionales. Sin embargo, el simple hecho de contar con conectividad no asegura en todos los casos la posibilidad de acceder a una socialización, de manera que para favorecer esta posibilidad ha sido necesario en muchos casos el apoyo de la institución y/o del entorno familiar.
Al respecto, podemos pensar desde el modelo social de la discapacidad en la importancia de entender a las instituciones como apoyo para la persona con discapacidad y no desde un modelo médico- individual como un suplemento para reducir el déficit. Esta distinción podemos considerarla como crucial a la hora de pensar intervenciones, ya que si se continuara adhiriendo a la última premisa, las personas con discapacidad quedarían entrampadas en una figurada posición de inermidad ante la suspensión de las actividades presenciales, bajo el supuesto de un inevitable retroceso o detención de la vitalidad. En este sentido, se presenta como una responsabilidad imperiosa el poder despejar estas ideas que aún suelen circular en el imaginario social, familiar, e incluso en los objetivos de ciertos espacios institucionales, que incrementan de esta manera la dependencia y la sensación de inexistencia de alternativas diferentes a la institucional.
Por otro lado, en cuanto al derecho a la salud (art. 25, Ley 26.378) y el deber del estado de brindar todas las medidas necesarias para garantizar la seguridad y la protección en situaciones de riesgo, incluidas situaciones de emergencias humanitarias como lo es la pandemia, donde debiese ser prioridad este colectivo de personas teniendo en cuenta que una gran parte presenta co- morbilidades y ha sido comprobable la existencia de una letalidad por coronavirus muy superior (Aimar, 2021), sería de suponer que las políticas públicas contemplarían la antelación de la vacunación en este grupo de riesgo. No obstante, asistimos a una inadecuación e incongruencia en la respuesta a esta situación, no habiéndose tampoco incluido a este colectivo de personas y a muchos de los profesionales y personal dedicados a su atención en la vacunación anti covid-19. A su vez, esta circunstancia condiciona que el retorno a la presencialidad dependa del hecho de haber accedido o no a la vacunación, motivo por el que gran parte de las personas aún no han podido decidir reincorporarse en las instituciones.
En relación al derecho al trabajo, que muchas instituciones acompañan y proclaman a través de numerosos proyectos, la Convención alude en su art. 27 que “los Estados Partes reconocen el derecho de las personas con discapacidad a trabajar, en igualdad de condiciones con las demás”, pero muy por el contrario a lo que se reconoce, este es uno de los derechos más vulnerados, siendo que el tener la oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo libremente elegido o aceptado en un mercado y un entorno laboral abierto, inclusivo y accesible, pese a los esfuerzos de muchas personas y organizaciones de la sociedad civil no puede encontrar un camino allanado para su concreción, y en este sentido la pandemia no ha hecho más que recrudecer esta alarmante situación.
Por último, y no por ello menos significativo, no podemos dejar de mencionar la crisis que el sector de transportistas y choferes está atravesando en el país motivado por la reducción, cuando no el cese en los pagos de las prestaciones. Esta serie de eventos trae aparejada al mismo tiempo la vulneración del derecho a la movilidad personal (art. 20, Ley 26.378), y evidencia a su vez, una política de geoconcentracción en las grandes urbes de las instituciones dedicadas al abordaje en discapacidad, que no contempla la territorialidad, la necesidad de cercanía y pertenencia barrial que fuesen necesarias también para resguardar el derecho a la participación en la vida cultural, las actividades recreativas, el esparcimiento y el deporte en consonancia con la preservación de una identidad cultural y en interrelación con personas del entorno. La imposibilidad a la que se ven sometidas las personas con discapacidad de reincorporarse a las instituciones motivada por la crisis financiera del llamado transporte especial, aun cuando esto sea posible desde la autorización gubernamental, desnuda otra cara de la dependencia y la ausencia de una planificación de políticas públicas que contemple la descentralización institucional en pos de una mejor accesibilidad y cercanía con los lugares elegidos para transitar los recorridos educativos, terapéuticos o laborales.
Reflexión crítica
Las personas con discapacidad, sus familias, y las instituciones que trabajan en torno a la temática han atravesado en este último periodo no sólo una situación realmente penosa a partir de la crisis sanitaria y económico-social, sino que se han convertido en protagonistas de una denuncia activa de falencias históricamente perpetradas.
La pandemia ha puesto de manifiesto la ausencia de planificación y falta de orientación en cuanto a la atención de las personas con discapacidad en situaciones excepcionales, comprometiendo de esta manera derechos fundamentales como la vida, la educación, el trabajo, y dejando en situación de precariedad y omisión su atención sanitaria.
Las instituciones tuvieron que generar nuevas maneras de intervenir, acompañar y brindar apoyo, rediseñando en su conjunto el plan de trabajo que se venía desarrollando en la presencialidad para aventurarse a una modalidad virtual, en un contexto en el que ya se venían dando redefiniciones producto de un cambio de paradigma, lo que continúa implicando un desafío aún mayor cuando se trata de trasladar criterios de la presencialidad a la virtualidad.
Si bien a nivel mundial las tecnologías de la comunicación han mostrado con mayor énfasis al habitual que no contemplan la diversidad como fuese necesario (Blanco, 2020), y que las adecuaciones en general corren por cuenta individual, en nuestro país asistimos a un panorama incluso más desalentador, donde gran parte de las personas con discapacidad aún no han logrado acceder a las tecnologías por motivos sociales económicos, generando una desigualdad todavía mayor en la accesibilidad con el resto de la población.
Esta crisis también ha evidenciado la necesidad impostergable de transitar hacia un modelo de vida accesible en comunidad, con medios de comunicación adecuados, oportunos y económicamente sustentables. Una vida en comunidad que implique además una discusión por la importancia de la territorialidad y de la descentralización que aún no parece ser tenida en cuenta en las discusiones de política pública, donde la pandemia puso de manifiesto las dificultades que deben enfrentar las personas con discapacidad para asistir a las instituciones, ya que muchas veces necesitan recorrer larguísimos trayectos dependiendo de transportes especializados o de lo contrario resignar su participación institucional.
De este modo, ha sido una tarea necesaria para las instituciones el hecho de interpelarse y habilitar nuevas maneras de intervenir posibilitando atender y contemplar las singularidades de cada familia y de cada persona con discapacidad, implementando diversas modalidades de acompañamiento y de apoyo que tiendan a evitar la vulneración de derechos.
Finalmente, y en vistas de este proceso de problematización y redefiniciones, podemos plantear la importancia de pensar a las instituciones no sólo como espacios de prestación de servicios, sino como actores fundamentales en la construcción colectiva de perspectivas, ideas y sentidos en el marco del paradigma de nos atraviesa como época.
Dionisia Romero*
* Dionisia Romero es Psicóloga, Directora en Centro de Día Renacer de la ciudad de Rosario; maestranda en Salud Mental por el Instituto Universitario Italiano de Rosario. E-mail de contacto: dionisia_cr@hotmail.com