Introducción
En el recorrido diario que uno hace por las calles resulta fácil encontrarse con diversos carteles que hacen mención a “discapacitados”, sea en colectivos, rampas, instituciones, baños. Los mismos suelen significarse como espacios “exclusivos”. Pero dicha “exclusividad para discapacitados” no resulta ser por la fama que presentan tales personas ni por premios que vayan a obtener en una ceremonia privada. Por el contrario, dicho término demuestra que la mirada recae en la deficiencia, quedando desplazado lo que en primer lugar es, el ser persona.
Pero no solo en la calle nos encontramos con una persona que se encuentra omitida por miradas que centran su atención en el diagnóstico:
– Buenos días doctor, ¿atiende discapacitados? Es por mi hija…
– Hola, sí, ¿qué diagnóstico tiene?
– …
No es chiste, muchas conversaciones inician así.
No está mal que se haga referencia al diagnóstico. El problema es que no se presente a “Romina”, “Carla”, “Martín”, o quien fuese, como una persona que desea realizar una consulta profesional y que, en definitiva, sería la persona interesada.
Dicho ejemplo expone un problema existente (por no decir urgente) que refleja y pone en el centro de la atención al déficit, lo que conlleva a que se refuercen ciertos estereotipos, dificultando el proceso inclusivo y la construcción de un “nosotros” amparado desde la diversidad. ¿O acaso cuando nosotros llamamos por una consulta nos declaramos como discapacitados y antes de mencionar nuestro nombre le damos el diagnóstico?
También es común encontrarnos con referencias que posicionan a la persona con discapacidad como una persona vulnerable, tierna, amorosa, entre otras características que conmueven y generan un gran monto de sensibilidad en el receptor. Por ejemplo, existe el mito de que la persona con Síndrome de Down es puro amor. Error. Si bien es cierto que siente amor, la persona con Síndrome de Down también se enoja, se encapricha, miente, tiene hambre, deseos sexuales, y el resto de las sensaciones que hacen al ser humano. Por el simple hecho de ser persona.
Vale aclarar el rol preponderante que posee el lenguaje como herramienta de construcción social, tal como lo concibe la autora Rossana Scaricabarozzi (2016). Las personas construyen una realidad social que se traduce en prácticas culturales de diversa índole; es decir, rutinas, tipificaciones, mitos, valores, normas, pautas de conducta, entre otros, como así también prácticas de la discapacidad. Dichos constructos configuran nuestras vidas y relaciones. Por otra parte, descartan la objetividad de los hechos que constituyen a la naturaleza humana, ofreciendo construcciones de esos hechos a las que se les asigna un valor incuestionable (Epston y White, 1993). Esto hace que la estructura social, como ideas prevalecientes, den lugar a una disposición mental social acerca de que “así son las cosas”. Frente a esta disposición puede que no se perciban alternativas o aperturas hacia otras formas de sentir, vincularse u obrar en el mundo, porque no hay conciencia de que existe un contexto modificable.
En esta misma línea, la discapacidad representa una construcción social-humana que ha alcanzado un grado de objetividad que impele al individuo a reconocerla como tal, aunque sin perder de vista que también se trata de un mundo de significación que el ser humano contribuye históricamente a crear y que se torna más o menos discapacitante a partir de dicha construcción. El sentido de un enunciado viene dado por su uso, y su uso es la utilización dada en un juego de lenguaje o contexto social. En consiguiente, el significado de las palabras esta dado en función de la trama social particular.
Por otra parte, las personas con discapacidad, integran y constituyen dicho espacio social; son parte del discurso y el poder predominante. Esto hace que construyan su propia imagen a partir de esa «verdad» social sin lugar a la discusión. La construcción de la imagen del cuerpo está condicionada por la imagen que la sociedad refleja, por el valor que se otorga. Hay un «modelo» de persona establecido, aquello útil y productivo para el sistema y orden social vigente. De modo tal que la mirada social recae en la imagen, en lo manifiesto; esto conlleva que quien habita ese cuerpo con discapacidad no sea visto (aquello que en verdad importa). Esta “mirada” está vinculada con el significado que cada comunidad crea y recrea, lo que se constituye como imaginario social (Rocha, 2013).
La realidad de la discapacidad no solo debe su existencia al lenguaje simbólico, sino que es habitada por él. De modo tal que el lenguaje puede incrementar o disminuir la realidad discapacitante, siendo que es la matriz creadora de cualquier realidad social. La fuerte presencia de un lenguaje discapacitante, aproblematizado y puesto de manifiesto en el habla y en los mensajes difundidos por los medios de comunicación no hace más que poner en evidencia la dificultad de transformar una realidad que aún se resiste desde su naturalización. La transformación solo es posible a partir de las buenas prácticas, o intervenciones sociales apropiadas, en la medida en que estas sean capaces de crear un nuevo hecho social no discapacitante (Scaricabarozzi, 2016).
En síntesis, al hacer mención o calificar a la persona con discapacidad de un modo equívoco, reforzamos estereotipos y entorpecemos el proceso inclusivo ya que posicionamos a la persona con discapacidad con la imagen de agente pasivo, carente de sentido, con dificultades y, en consecuencia, con necesidad de ser asistido por un otro.
Ahora bien, no tengo la intención, en esta ocasión, de profundizar en el sentido del lenguaje y teorizar sobre la comunicación, que sin duda está íntimamente vinculado con la discapacidad y ha de considerarse en cada fragmento. Se intentará problematizar sobre las experiencias que atraviesan muchas personas con discapacidad en el momento que inician o durante el proceso de un tratamiento médico-terapéutico, llamados por muchos re-habilitatorios (¿habilitar?).
Tratamiento discapacitante vs. Acompañamiento a la construcción de un propio proyecto de vida
En el ámbito de la clínica, muchos niños, jóvenes y adultos con discapacidad se encuentran sujetos a tratamientos, sin que ellos, receptores del mismo, cuenten con la posibilidad de elección y decisión.
Son muchos los tipos de tratamientos denominados “terapéuticos” que se ofrecen con el objetivo de favorecer el bienestar de la persona. En muchos casos resultan fundamentales y han de considerarse indispensables, no solo para la persona, sino también para su entorno.
Ahora bien, ¿la persona tiene conocimiento, desde un inicio, respecto al tratamiento que va a recibir, a dónde se dirige, con quién, cuál es la finalidad, y demás información vinculada con aquello que atañe a su persona y al proceso al que se va a exponer?
En la mayoría de los casos las personas con discapacidad no suelen recibir respuestas vinculadas con el tratamiento. En realidad, deberíamos preguntarnos si ellos mismos, como beneficiarios, encuentran las condiciones para interrogarse respecto al mismo. En cualquier caso la persona con discapacidad se encuentra en un rol pasivo frente a los otros interventores (familia y profesionales), tal como designa y estructura el modelo re-habilitatorio.
Desde dicho modelo se percibe a la persona con discapacidad como un sujeto que requiere ser tratado, centrándose en el individuo para mejorar sus deficiencias y/o el proceso de adaptación, considerando a las personas con discapacidad como objetos pasivos de intervención, tratamiento y rehabilitación, generando consecuencias opresivas para las personas al reducir la discapacidad a un estado estático y violar sus componentes experienciales y situacionales (Verdugo, 2003).
Se piensa y se sostiene como verdad irrefutable que la incompletud puede subsanarse y que el discapacitado podrá adquirir atributos que lo integren al medio, a través de tratamientos médicos-terapéuticos-educativos, aquellos destinados a la rehabilitación. De este modo, la rehabilitación posee un sentido restitutivo o de “habilitación”. En otras palabras, la rehabilitación se comprende a partir del sentido biologista de la discapacidad, vinculada específicamente con dificultades en el área de la salud, la cual debe corregirse (Vallejos, I., 2005).
A partir de lo dicho resulta crucial reiterar que en muchos casos (el o los tratamientos) resultan fundamentales y han de considerarse indispensables, no solo para la persona, sino también para su entorno. Ahora bien, resulta negativo y discapacitante referirse y pensar a dichos tratamientos como una única opción, como re-habilitatorios e inclusivos en sí mismos, sin tener en consideración al medio y a la persona receptora del servicio como un agente activo del tratamiento.
En este sentido, que la persona con discapacidad logre posicionarse como un agente activo es crucial. Para que esto suceda, la información es un aspecto fundamental, ya que le otorga a la persona poder y dominio sobre sí misma, ofreciendo la posibilidad de realizar elecciones y tomar decisiones.
Ahora bien, no se intenta ni es el propósito exponer fundamentos teóricos o técnicas adecuadas de intervención, sino problematizar e intentar con ello re-significar respecto a las dificultades y urgencias existentes en los tratamientos que se efectúan a las personas con discapacidad. Para tal caso, hablar de derechos es clave.
En la actualidad no es posible hablar de discapacidad sin hacer referencia a la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad, sancionada en 2006 por la ONU. Dicho texto define a la discapacidad como “un concepto que evoluciona y que resulta de la interacción entre las personas con deficiencias y las barreras debidas a la actitud y al entorno que evitan su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con los demás”. Dicho documento pretende alcanzar un objetivo concreto: promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente. En su artículo 12 hace referencia al igual reconocimiento como persona ante la ley, entendiéndose que las personas con discapacidad tienen capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás. Por su parte, el art. 19 expresa el derecho a vivir de forma independiente y a ser incluido en la comunidad, lo que conlleva que las personas con discapacidad puedan vivir de forma autónoma en la comunidad y sean incluidas en ésta con las mismas oportunidades de acceso a las instalaciones y los servicios comunitarios. El art. 25, haciendo referencia a la salud, describe que las personas con discapacidad tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a una atención de salud de la misma calidad y a los mismos servicios de salud que los demás, debiéndose adoptar todas las medidas apropiadas para velar por que las personas con discapacidad tengan acceso a servicios de salud que tengan en cuenta las cuestiones de género, incluida la rehabilitación relacionada con la salud. La atención de salud se prestará sobre la base de un consentimiento libre e informado. Por otra parte, el art. 26 de la Convención, en cuanto a habilitación y rehabilitación, aclara que se debe velar por que las personas con discapacidad puedan lograr la inclusión y participación plena en todos los aspectos de la vida: física, mental, social y vocacional.
En resumen, bajo la declaración de la Convención, cada persona es, en sí misma, única y diferente en cuanto a su individualidad y, a su vez, igual a un otro por los derechos que posee, por el simple hecho de ser persona, constituirse y compartir el espacio social.
Tal documento se sustenta sobre una base biopsicosocial centrada en la persona y en la incidencia de lo social sobre el ser. La CIF (Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud, 2001) se propone superar enfoques reduccionistas definiendo a la discapacidad como los aspectos negativos del funcionamiento humano, es decir, limitaciones en la actividad y restricciones en la participación, a partir de un estado o condición de salud de una persona en interacción con el contexto.
De este modo, tales escritos hacen alusión a personas como seres integrales, cívicos, en los que inciden factores contextuales, más allá del déficit que se haga presente en los mismos. Motivo por el cual, por los derechos que les competen a las personas, más allá si presentan o no discapacidad, los profesionales que prestamos tratamiento debemos garantizar los mismos y comprometernos con la tarea de desestimar aquella realidad incuestionable que resulta discapacitante.
Ahora bien, cabe interrogarse si, en todos los casos, las personas con discapacidad se encuentran informadas respecto a la dificultad que presentan, al tratamiento que están recibiendo, si conocen las diferentes alternativas y tipos de tratamientos (en caso de existir), si eligen los profesionales que deseen que los acompañen en el proceso, etc. En otras palabras, si se encuentran posicionados como agentes activos en el tratamiento.
No hay que caer en el error o la presunción de que por el hecho de que la persona presente discapacidad no va a lograr comprender o no sea capaz de tomar una decisión. Claro que, para muchos profesionales, parecería ser más sencillo informarle respecto del tratamiento a quien se encuentra acompañando al beneficiario. Gran error. ¿Acaso las personas no aprendemos de distinto modo? Tal vez los profesionales de la salud debiéramos esforzarnos, romper con los imaginarios, limpiar las miradas y elegir los términos adecuados para hacernos entender. Y en el caso que la palabra no resulte útil, hay diversas herramientas que suplantan el uso verbal y que median en el proceso de la comunicación.
La experiencia en la clínica delata que son muchos los casos en los que pacientes con un gran recorrido de tratamientos no han tenido, por mero desconocimiento, la posibilidad de elegir el profesional para que lo acompañe en el proceso. Aún más graves son los casos, pero no menos, de aquellos que no se encuentran interiorizados respecto a la utilidad de la disciplina, sea esta Psicología, Terapia Ocupacional, Psicopedagogía, Fonoaudiología, entre otras, y que, por lo tanto, no saben para qué están allí.
La elección y decisión suele quedar en mano de los padres o figuras que se consideran responsables de otra vida que no es la suya. Surge, ante estos cuestionamientos, el interrogante respecto a quién es la figura que evalúa el proceso. Sea alguno de los padres o el mismo profesional, no resulta eficaz (y ético) si no se co-construye junto con el mismo usuario de la prestación.
No nos engañemos. Las personas con discapacidad, en su gran mayoría aquellos que padecen dificultades intelectuales y/o mentales, no suelen realizar por propia decisión un tratamiento, tampoco se encuentran informadas respecto del mismo. Diversas personas viven su vida yendo de su casa al consultorio y del consultorio a su casa. Concurren a diversos tratamientos e innumerables sesiones de cada disciplina.
Resulta ser una realidad incuestionable la asistencia a las “terapias”, todo está dicho y debe ser así en esa realidad. Desde el momento que la persona es representada bajo el dominio de la discapacidad, queda condicionada la construcción que hace de su propio cuerpo, el vínculo que establece con los otros y su forma de ver e interpretar al mundo.
Toda persona debe vivenciar el mundo, recorrerlo, abrir puertas, tropezar y levantarse, volverse a caer para luego tomar envión y pararse de nuevo. No son solo bonitas frases, o acaso ¿cómo logran las personas saber qué les gusta y qué no?, ¿cómo se puede elegir si no se reconocen los intereses? Estas y muchas otras preguntas pueden surgir y son válidas, ya que nos hacemos y constituimos a partir de la experiencia.
Al hacer referencia a que las personas con discapacidad deben contar con posibilidades de incursionar, vivenciar, experimentar, recorrer, vincularse, estamos hablando de derechos que, de por sí, les son correspondidos y les fueron negados.
Ahora bien, es momento de problematizar dicha realidad “incuestionable”. Los tratamientos no deben ser parte del sistema discapacitante. Hay una vida detrás de los sesiones de terapias que merece ser vivida y hay lazos sociales que construir, los cuales no deben ser necesariamente con profesionales dentro de cuatro paredes.
Manteniendo el postulado acerca de que la problemática de la discapacidad se encuentra fundamentalmente en los resultados obtenidos como consecuencia de la interacción entre la persona que presenta déficit y el medio o entorno, el autor Marcelo Rocha (2013) refiere que un sujeto padece más su discapacidad si no se dan en él las posibilidades de insertarse a los procesos sociales. Pero las maneras y las formas en que este lo haga no depende solo de él, para ello hace falta que se le permita soñar con ser alguien. Si la persona se constituye bajo el orden social, será allí donde deba emerger, en las relaciones cotidianas, en las experiencias y construcciones que estas conllevan en el marco colectivo, y en el sentido de pertenencia que dicho escenario otorga.
Ya en el año 1982 se llevó a cabo la declaración de consenso sobre las prioridades de acción para la década comprendida entre los años 1980- 1990, la cual se reconoce como “Carta de los 80”. En dicha declaración, si bien se hace mención aun de los términos “rehabilitación” y “discapacitado” (entiéndase el predominio de dicho modelo), se definieron y conceptualizaron grandes órdenes que llevaron a re-significar y re- orientar la situación de la discapacidad, de las cuales resulta oportuno citar algunas referencias que se establecieron en cuanto a los tratamientos re-habilitatorios:
– La rehabilitación (o habilitación) como proceso en el que el uso combinado o coordinado de medidas médicas, sociales, educativas y vocacionales ayudan a los individuos discapacitados a alcanzar los más altos niveles funcionales posibles y a integrarse dentro de la sociedad.
– La rehabilitación debe ser proporcionada como un modelo de acción globalizado y coordinado.
– Se debiere enfocar constantemente los esfuerzos de la rehabilitación hacia la provisión de asistencia dentro de la comunidad. Esto incluye un refuerzo de todas las medidas para estimular la integración en la comunidad.
– Un objetivo primordial de la realización de los servicios de rehabilitación debiera contemplar la conservación de la unión familiar. Los servicios que se faciliten debieran basarse en las necesidades reales de la persona discapacitada y de su familia. La persona discapacitada y su familia debieran poder participar activamente en la planificación, dirección y evaluación del programa de rehabilitación.
– Las instituciones o profesionales que se ocupan de las actividades de rehabilitación debieran desarrollar procedimientos que permitan que las personas discapacitadas contribuyan a planificar y organizar los servicios que ellos y sus familias consideran necesarios.
– Los profesionales cuyo trabajo incluya actividades directamente relacionadas con el proceso de rehabilitación debieran recibir información globalizada durante los cursos de formación y oportunidades para hacer estudios de posgraduados. Se debiera hacer hincapié en el enfoque multidisciplinario y en la participación esencial de las personas discapacitadas. Se debiere enseñar a todo el personal a comprender por qué la participación de las mismas personas discapacitadas es un factor necesario en todas las acciones de la rehabilitación, y cómo se puede conseguir.
Reiterando que las mayores urgencias o dificultades se observan en los tratamientos que se efectúan en las personas con dificultades intelectuales o mentales, resulta oportuno aclarar que la discapacidad, por lo menos en aquellos estados permanentes, desde la variable del déficit, no presenta cura. No hay rehabilitación que cure. Los tratamientos son solo herramientas o medios que favorecen, en el caso que se realicen de modo adecuado, el bienestar de la persona. Y, para que esto suceda, es clave comprender que si bien uno puede abocarse al tratamiento en personas con discapacidad, no lo hace específicamente sobre el déficit (la discapacidad de la persona), sino que la labor está orientada al desarrollo subjetivo. Entiéndase, valga la redundancia, que el déficit no tiene cura y es la subjetividad la que se encuentra implicada, condicionada u obstaculizada por el medio, en la gran mayoría de los casos.
Aclárese la subjetividad como modo particular que posee cada persona respecto a la forma de percibir al mundo y al sí mismo, de vincularse, proyectar, significar y re-significar las vivencias. Dicha estructura subjetiva se construye a partir de las múltiples experiencias y vínculos que va constituyendo la persona con los otros.
Imaginenos, teniendo en cuenta lo mencionado, el condicionamiento subjetivo que puede presentar una persona con discapacidad al contraer un vínculo dependiente con un otro “potente” y “capaz”, quien lo asiste; donde no ha tenido la posibilidad de tomar decisiones sobre su persona y de actuar acorde a sus deseos e intereses; donde no ha contraído oportunidades para discutir, discrepar y defenderse por propios medios; donde no ha tenido el acceso a explorar y enriquecerse de experiencias. Al imaginarnos esto, hacemos bien en comprender, como resultado, un estancamiento y empobrecimiento en el desarrollo subjetivo. Y, en definitiva, estamos hablando de un medio que no le ha brindado oportunidades a la persona para construir un pensamiento crítico y desarrollar la autonomía, sino por el contrario ha logrado que la persona construya una imagen de sí misma pobre y carente de sentido.
La Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006) aclara lo descripto definiendo a la discapacidad como resultado de la interacción entre las personas con deficiencias y las barreras debidas a la actitud y al entorno que evitan su participación plena y efectiva en la sociedad.
Por esta razón, los tratamientos no debiesen ser parte de dichos obstáculos sociales. Dar lugar al cumplimiento de los derechos, informar e involucrar al beneficiario del tratamiento en el mismo proceso es también convocarlo subjetivamente y romper con los obstáculos sociales que han quebrantado la asunción protagónica de su propia vida.
En conclusión, ser una persona con discapacidad no debería ser una condena o fracaso. Sin embargo presentan enormes dificultades para vivir dignamente, y no por su condición sino por el entorno, los imaginarios sociales, prejuicios y creencias respecto al “no van a poder”, “no entienden”, y demás constructos sociales. El hecho de tener una mirada sesgada respecto a la persona con “discapacidad”, es decir, creer que la persona posee ciertas imposibilidades en el ser y hacer, conlleva no brindarle un espacio propicio que favorezca al desarrollo de autonomía. El hacer, la labor u ocupación, la toma de decisiones, otorga la posibilidad para que la persona con discapacidad pueda hallarse en el espacio social, identificarse e interactuar con los otros sociales, lo que favorece a la construcción de la subjetividad y de un propio proyecto de vida.
Los profesionales debemos proponer un escenario creativo para el desarrollo personal, donde se brindan las herramientas necesarias que promuevan y favorezcan la plena accesibilidad social.
Contamos con el deber de ofrecer el espacio propicio donde la persona pueda adquirir un rol protagónico. Y, para que esto suceda, considero que debemos limpiar la mirada y asumir que…
– La persona con discapacidad en primer lugar es persona.
– Debe haber más encuentros y menos entrevistas.
– Debería haber menos «sesiones» y más acontecimientos sociales.
– Deberíamos cuestionarnos y dejar de lado las suposiciones de aquello que “creemos” que es lo mejor para el otro y permitirle asumir el rol protagónico de su propia vida.
– Deberíamos dejar de asistir y comenzar a acompañar y permitir que la persona decida y sea protagonista de sus acciones.
– Deberíamos permitir y no inhibir por el temer al error o a las consecuencias negativas que dichas acciones conllevan, ya que allí se encuentra el mayor aprendizaje y crecimiento.
Hernán Topia*
* Hernán Topia es licenciado en Psicología. Profesor de nivel Medio, Superior y Universitario en Psicología. En la actualidad se desempeña como psicólogo clínico, gestor y asesor en la temática de la discapacidad.
E-mail de contacto: lic.hernantopia@hotmail.com
Referencias bibliográficas:
– Epston, D. y White, M. (1993). “Relato, conocimiento y poder”. Medios Narrativos para fines terapéuticos. Buenos Aires, Argentina. Ed. Paidós.
– Instituto Nacional de Servicio Sociales (1982).”Carta de los 80”. Declaración de consenso sobre las prioridades de acción para la década comprendida entre los años 1980- 1990. Madrid.
– OMS (2001), Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud. OMS, OPS, IMSERSO, Madrid, España.
– ONU (2006). Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad. Nueva York.
– Rocha, M. (2013). “El desarrollo de la autonomía”. Discapacidad, Orientación Vocacional y Proyectos de Vida. Rosario, Argentina. Ed. Laborde.
– Scaricabarozzi, R. (2016), “Las palabras que nos hacen. Una reflexión acerca del lenguaje como constructor de discapacidad”. En: Pantano, L. (coord.). Hacia nuevo perfiles profesionales en discapacidad. De los dichos a los hechos. Buenos Aires. Ed. de la Universidad Católica Argentina.
– Vallejos, I. et al. (2005), “La producción social de la discapacidad”. En: Vain, P. y Rosato A. (coords.). La construcción social de la normalidad. Alteriades, diferencias y diversidad. Buenos Aires. Ed. Novedades Educativas.
– Verdugo, M. (2003), “La concepción de la discapacidad en los modelos sociales”. Investigación, innovación y cambio: V Jornadas Científicas de Investigación sobre personas con discapacidad. España.