La vida autónoma como ejercicio
Hasta hace no tanto, la edad “escolar” de una persona con discapacidad intelectual se extendía hasta los 30 años. Es llamativo, entre los 18 y los 30 hay 12 años, el mismo lapso de tiempo que ocupa completar una currícula convencional.
El problema, desde luego, no es seguir aprendiendo sino tentar la posibilidad de que se cristalice una relación clásica maestro-alumno, un vínculo donde el saber cae siempre del mismo lado. ¿Por otra parte, aprender qué? ¿Elige el alumno escolar? ¿O deposita en la confianza que le brinda una institución o un docente, una idea de futuro que aún no ha podido conocer ni experimentar?
En las entrevistas de admisión de un centro de día muchas veces acuden jóvenes con estos planteos. La escuela les brinda la seguridad de lo conocido pero, por qué no decirlo, ya no resulta motivante. Es lógico, cuando una rutina se extiende demasiado se comienza a vivir con monotonía. En este punto, nos encontramos frente a un dilema social: faltan representaciones sobre qué sigue en la vida de una persona con una discapacidad intelectual cuando culmina la escuela. Y frente a ese vacío representacional, ¿cómo encaminar el cierre de una etapa?
Por suerte, en ocasiones, para los seres humanos cortar con lo conocido es premiado con cierta satisfacción. ¿O no dice todo el mundo que hay que salir de la zona de confort? Por supuesto, el problema no es la comodidad, o sentirse seguros, sino estarlo demasiado; más que cómodos, indiferentes a la propia experiencia.
Por suerte también, de a poco, el trabajo de cientas de instituciones dedicadas a esta población ha ido ahuyentando los fantasmas que hacían de obstáculo. Por ejemplo, que una mujer de 34 años pueda ser considerada y tratada como una niña. Y como este caso, otros miles donde la intimidad y los derechos se ven avasallados por una idea inconsulta de protección o cuidado.
Recientemente, en la ciudad de Buenos Aires, se bajó la edad escolar de las personas con diversidad funcional a los 22 años -cuestión que amerita un debate aparte por las distintas aristas que toca la temática. Pareciera ser que ha quedado en claro que más allá de sus capacidades cognitivas o recursos simbólicos son adultos, jóvenes adultos si se quiere, pero adultos al fin.
Ahora bien, ser adulto, o ser considerado como tal no es ejercer la adultez. Ser capaz de elegir y de responsabilizarse por estas elecciones no es una decisión momentánea sino más bien una construcción, un camino.
Concretamente, pensando en la conclusión de esta etapa ¿cuáles son las opciones que se abren? Encarar una formación laboral con la esperanza de una inclusión en el mundo del trabajo. Quedarse en el hogar. Inscribirse en un taller protegido. Anotarse en una capacitación en un ámbito universitario. Hacerse de las primeras armas en un oficio de manera independiente… Como fuere, cualquiera de estas alternativas (salvo quedarse en casa, la menos recomendable) depende seriamente de las capacidades y medios para valerse por sí mismo del sujeto en cuestión.
Es difícil preguntarse por la adultez sin considerar la autonomía. Y puede que en la palabra autonomía, a su vez, resuenen miles de posibilidades. Porque para elegir, antes es necesario indagar qué es lo que uno quiere, formular una pregunta operativa que nos llevará por el nunca recto camino del deseo.
De allí que sea tan importante contemplar la singularidad de cada caso a la hora de diseñar un dispositivo grupal. Porque lo que cada concurrente podría buscar en un centro de día es irrepetible; incluso es dable que los motivos sean invisibles para la propia persona, que aquello que lo convoca haya que descubrirlo con el tiempo y hasta crearlo. En otras palabras, el saber en juego lo porta cada cual de acuerdo a sus intereses y propia historia.
Hay personas perfectamente insertadas en la vida laboral, pero que sin el centro de día verían afectada su chance de socializar, de hacer amigos, pareja. Por eso tantas veces es un problema establecer la polaridad centro de día o trabajo, excluyendo una opción a la otra. Los motivos para llegar y para permanecer son de lo más variados. Hay quienes se repliegan en la sucesión de tardes vacías en su casa, y cantar o bailar los vivifica. O quienes quieren debatir un libro o alzar la voz en una radio, o aprender a usar su teléfono sin la intervención de sus padres. Moverse, descubrir, ir de a poco vislumbrando algo parecido a un futuro personal.
Un error común es pensar un centro de día como un puente entre la escuela y la vida adulta. Es cierto que en las instituciones de este tipo se transitan muchas cuestiones, ya que estos dispositivos, en el mejor de los casos, alojan las particularidades de cada concurrente. Pensar en un puente implica que la vida nos queda del otro lado. Y desdiciendo al escritor Milan Kundera, en un centro de día, la vida no está en otra parte.
Eso que no se sabe, que no dicta ninguna materia o taller puntual, es la vida misma. Hay quien ingresa con una pregunta, con un temor, con curiosidad o lleno de expectativas. No importa, se trata de dar un paso que inicie el movimiento.
Como equipo clínico, en Fundación Caminos consideramos que la vida autónoma no es un estado que se alcanza. No es un título que uno pueda ostentar por haber cumplido un ciclo sino un ejercicio constante, una práctica que se nutre de todo tipo de vivencias. De allí que confiemos en lo enriquecedoras que pueden resultar las experiencias multi-institucionales. Dicho de otro modo, un concurrente puede hacer un curso de perfeccionamiento laboral en un ambiente específico y devenir usuario de nuestro centro de día para descubrir nuevos intereses o profundizar los ya conocidos. También podría suceder al revés, otro concurrente, en contacto con compañeros que trabajan, puede ir cultivando el deseo de emancipación económica desde el centro de día, solo por compartir con pares una experiencia que quizá hasta entonces no estaba en su hoja de ruta.
En muchos casos, un anhelo tan simple y respetable como querer trabajar puede tornarse en una vivencia frustrante. Tal vez en dos años se concluye una formación laboral, pero habrá que esperar otros tantos para que la oportunidad por fin se presente. Nos guste o no, esto es muy habitual.
Las experiencias de inserción en diversos ámbitos suelen evitar estas caídas al vacío. Son valiosas tanto en lo que hace a la adquisición formal de recursos y habilidades como en lo que respecta al tejido, la trama social que un individuo va conformando en los distintos espacios que habita. En esa línea, no pensamos en un dispositivo cerrado o exclusivo sino por el contrario apostamos a la diversidad.
Recorridos personales
En líneas generales, el dispositivo de nuestro centro de día puede que no difiera demasiado con el de otras instituciones. En pocas palabras, se ofrecen talleres organizados en cuatro grandes áreas: Prácticas para la Autonomía, Arte, Comunicación & Tecnología, Tiempo Libre & Deporte.
Las mismas, a su vez, se dividen en actividades, por ejemplo, Arte está compuesto por música, literatura, teatro, plástica, danza. Y lo mismo podríamos detallar de las tres áreas restantes.
El punto, o lo que consideramos brinda consistencia a nuestra propuesta quizá no radique tanto en qué tipo de espacios son ofrecidos sino en cómo estos son pensados en tanto dispositivo. Eso implica tener muy en cuenta los encuentros que allí se producen entre la tarea, los participantes, los coordinadores, lo singular dado en cada coyuntura particular.
Cierta dificultad por supuesto, se abre en relación a cómo considerar los distintos perfiles de concurrentes que asisten a nuestra institución. Y basta mencionar esta palabra, perfil, para ingresar en un tema delicado. ¿Cómo pensar un perfil en una población tan diversa y amplia como la que absorbe el constructo discapacidad intelectual? Un caso clásico es el del sujeto que porta innumerables posibilidades expresivas y/o cognitivas pero que requiere de intervenciones uno-a-uno de manera permanente para realizar una consigna. Existen otros a los que, a su vez, lo grupal no les resulta sencillo. (O para nada sencillo). Y requieren de una instancia tercera para ordenar ciertos asuntos que aparecen en la vida social. ¿Cuál sería el efecto de inclusión en personas con estas dificultades a un grupo numeroso solo por igualarlo a los demás en nombre de un diagnóstico de por sí muy general? Otro tipo de problemas y posibilidades se dan en torno a la tarea, o el vínculo con determinados profesionales. Y muy fundamentalmente en relación a las conformaciones grupales que se suceden. El modo en que los vínculos movilizan y motorizan, sean ternuras o molestias, es un asunto clave y así como la escuela proveía esa escena social, resultará importante ver cuál será la fuente una vez que concluye lo escolar.
Retomando la pregunta inicial -¿qué pasa después de la escuela?- podríamos puntuar una serie de necesidades que se manifiestan con cierta frecuencia entre los jóvenes. En primer lugar, el número de personas con discapacidades intelectuales que pueden pasar de la vida escolar a la laboral sin escala es realmente muy bajo. Los motivos son multifactoriales y no serán tratados aquí. El recorte que nos interesa es el siguiente: no pocas veces sucede que sujetos que dominan ciertas habilidades no logran ejecutarlas sin que un tercero, que en general encarna una “autoridad”, los encomiende en la tarea. Es decir, las habilidades no bastan si no están apoyadas en un recurso imbólico que los habilite a la acción. Y esta autorización es una habilidad para nada sencilla de adquirir, en principio porque viene a cuestionar el peso subjetivo de saberse o ser tratado como “incapaz”; posición en la que el otro siempre sabe por uno. Ese es un aspecto en que ponemos mucha atención. Quizá ese sí sea un rasgo propio de nuestro dispositivo. Muchas veces es mayor el padecimiento de una persona con una discapacidad intelectual por no ajustarse al sujeto convencional, por su “destino cultural” si se quiere, que el malestar que representa para ella o para él una dificultad concreta. En ese sentido, la adquisición al infinito de nuevas habilidades es un proyecto vacío si, en paralelo, o mejor, conjuntamente, no se promueve una pregunta que permita cuestionar de manera progresiva esa mirada que rigidiza, que hace de obstáculo.
Podríamos retomar la misma pregunta pero desde otro ángulo. Si es tan baja la tasa de individuos con CUD que logra saltar de la escuela al trabajo, se corre un riesgo al esperar la bendita oportunidad laboral sentados en casa. ¿Por qué? Porque hay un aspecto que sí consideramos esencial continuar de la vida escolar. Y es la organización. No se trata de pontificar la rutina desde la perspectiva de la producción, es decir, desde una mirada externa que no nos quiere vagos, sino desde una consideración psíquica que podríamos detallar brevemente. Al menos en nuestra institución, al regresar de las vacaciones ciertos casos, por poner un ejemplo trivial, requieren de algunas intervenciones por parte de nuestro equipo para reponer o afirmar las coordenadas témporo-espaciales. Y el problema no es, claro, que un concurrente se confunda el lunes con el martes (aunque también es un problema), el conflicto serio, de peso, radica en que es probable que cuando un sujeto se extravía en el tiempo y el espacio manifieste impulsividades, angustias, ansiedad, rechazo al otro. En ese sentido, armar una rutina, un cronograma de actividades, organizar una semana es mucho más que ganar habilidades o intentarlo. Es la base, el primer paso para poder vivir en sociedad sin alguien que nos sostenga y nos represente más que lo justo y necesario.
Podríamos decir que hay toda una serie de apoyos que no son contenidos que se “aprenden” simplemente. Muchas personas solo logran ir al gimnasio si les queda cerca o van con otro. O necesitan anotarse y pagar un curso en alguna institución para sostener un hobbie o una pasión. Son construcciones en relación a inserciones sociales, modos que uno mantiene a lo largo de la vida y que van cambiando con el tiempo, pero en función de que aparezcan otras maneras, nuevas, mejores.
Los desafíos son muchos y variados, tanto para los concurrentes como para quienes construimos y diseñamos dispositivos de centros de día. Afortunadamente, no son pocos los casos en los que la inclusión sucede de manera efectiva, despertando intereses valiosísimos para el sujeto, en principio, porque motorizan el deseo y multiplican recursos. Se enriquece la vida. Surgen nuevas posibilidades.
En definitiva, importa menos adónde llegue una persona que hacer del recorrido una apuesta personal. Y eso, siempre que se quiera, es algo que comienza a suceder cuando por fin, un buen día, le decimos adiós a la escuela.
Aquiles Cristiani
Diego Belmonte
Celeste Mamone*
*Lic. Aquiles Cristiani, *Lic. Diego Belmonte, *Lic. Celeste Mamone son psicoanalistas miembros del equipo clínico del Centro de día de Fundación Caminos (Fundado por Pablo Snieg).