¿De qué se trata?
El término “Neurodiversidad” fue presentado por primera vez por la socióloga australiana Judy Singer en 1998. Húngara de nacimiento e hija de una mujer sobreviviente del holocausto, lo utilizó en su tesis, tras observar que su hija tenía una conexión con el mundo circundante que difería de la forma en que otros niños de similar edad lo hacían. Finalmente, a los 9 años, la pequeña fue diagnosticada como portadora del Síndrome de Asperger.
Esta universitaria tardía (comenzó sus estudios a los 40 años) se transformó en una activista de la neurodiversidad, por lo que comenzó a intercambiar información e ideas con diferentes personas con alguna relación con lo que se conoce como Trastornos del Espectro Autista, sea como profesionales, miembros de organizaciones dedicadas a la temática e incluso con personas diagnosticadas y otros.
Si bien al principio su formulación no tuvo una gran aceptación, a partir del contacto iniciado con el periodista y escritor estadounidense Harvey Blume el concepto comenzó a ganar popularidad, sobre todo gracias a un artículo en el que el mismo se hizo eco de las postulaciones de Singer. La pieza en cuestión recibió el título de “Neurodiversity. On the neurological underpinnings of geekdom” (algo así como “Neurodiversidad. Sobre el apuntalamiento neurológico del reino de lo raro”), publicado en la entrega de setiembre de 1998 de la revista The Atlantic (https://www.the atlantic.com/magazine/archive/1998/09/neurodiversity/305909/).
Hoy, algo más de un cuarto de siglo más tarde, lo que se conoce como neurodiversidad o también como neurodivergencia, se ha transformado en un movimiento, ganando tanto adeptos como cuestionadores.
En un comienzo, este concepto se refirió específicamente a quienes recibieran un diagnóstico de autismo, aunque poco a poco fue cubriendo otros aspectos.
Básicamente, neurodiversidad hace referencia a que los cerebros de las diferentes personas funcionan en forma diversa, al extremo de que, aunque pueden existir patrones similares a grandes rasgos, de todas maneras, cuando se entra en detalles, las formas son singulares para cada sujeto, por lo cual la consecuencia que se desprende de esta afirmación central es que no existen vías correctas o incorrectas de funcionamiento. Desde el ámbito de la medicina, se deja constancia de que se trata de un término no médico.
Singer habla de “minorías neurológicas”, aludiendo a que si bien existen esos patrones que se consideran típicos, compartidos por la mayoría de los individuos, entre el 15 y el 20% de las personas no responden a ellos, lo que bajo ningún punto de vista debiera considerarse como déficits sino que se trata de variaciones normales, las que incluso pueden aportar ventajas en diferentes ítems.
Con el correr del tiempo, la postulación inicial fue ganando corporeidad, apuntando a que muchos de los problemas que se atribuyen a las personas neurodiversas son, en realidad, producto del entorno, el cual, entre otros obstáculos, tiende a ser exclusivo y estigmatizante, cuestión que no concita reparo alguno, dado que todas las posturas sociales respecto de la discapacidad, en contraposición al viejo modelo médico hegemónico, presentan una visión similar.
A su vez, la neurodiversidad dejó prontamente de ser patrimonio exclusivo de los TEA y comenzó a abarcar otras formas tradicionalmente consideradas dentro de lo que se engloba en el concepto de discapacidad que afecta el funcionamiento del cerebro.
También el Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad, la Dislexia, el Síndrome de Tourette, la Disgrafía, el Trastorno Obsesivo-Compulsivo, algunos problemas de aprendizaje y otras condiciones que presentan formas diversas de integrar y procesar la información se reportan como parte de esta forma diferente de estar en el mundo.
Por otra parte, en años cercanos se fue verificando que también algunas personas (sobre todo niños y adolescentes) que no califican para ser incluidos en un diagnóstico asociado a alguna patología se reconocen como neurodivergentes, cuando constatan que sus procesos de pensamiento no se condicen con los de sus pares, sino que presentan peculiaridades. Incluso algunos de ellos solicitan que se elabore una diagnosis para saber si son portadores de algún síndrome o enfermedad que cause la diferencia. Otro tanto ocurre con padres cuyos hijos muestran conductas exacerbadas sin la presencia de estímulos que las justifiquen y ante la inexistencia de alguna condición que pudiera subyacer.
Distintas posturas
Es necesario tener en cuenta que durante el proceso que se realiza en la formación del cerebro humano existen dos grandes elementos: por un lado, el aspecto biológico determina un desarrollo básico de la conducta humana, mientras que, por otro, la interrelación con lo que rodea al ser termina de conformar la personalidad de cada uno, lo que incluye diversas cualidades y habilidades, así como el desarrollo de la inteligencia, la forma en que se reciben y se elaboran los estímulos y todo aquello que hace a las características de un individuo.
Más allá del aporte de los genes y su intrincada interacción, que son los que realizan el desarrollo cerebral desde los inicios de la existencia en adelante, influyen en la conformación y en la evolución del cerebro factores tales como la alimentación, el afecto que se reciba (o no), el cuidado, el entorno general y hasta la geografía para dar forma a la personalidad de un ser humano, de lo que resulta una enorme variedad, por lo cual, desde la perspectiva de quienes defienden la neurodiversidad, ello no habilita a señalar a los distintos como afectados por alguna patología.
Dentro de este movimiento existe una cierta coincidencia en algunos principios considerados como básicos, además de la influencia de lo ambiental sobre lo genético, los cuales consisten en que el cerebro humano no es una máquina, sino que se trata de un ecosistema; que existen distintas competencias en cada ser humano y que las mismas son diferentes también dentro de una misma área; que es un error intentar evaluar las capacidades de las personas en términos absolutos, puesto que las mismas solamente son mensurables dentro de un determinado contexto cultural; que los términos antagónicos capacidad y discapacidad no son universales y objetivos, dado que dependen de la concepción que se tenga en cada sociedad y en cada momento histórico de los mismos; que la inserción de una persona neurodiversa en un determinado ámbito requiere de una doble adaptación: que el cerebro de esa persona se amolde a su entorno, pero que este también sea acogedor y flexible y se ajuste a las características de cada individuo, lo cual tiene una influencia decisiva sobre las elecciones y la forma de vida de los sujetos, al tiempo que moldea las estrategias a seguir respecto de la inclusión de todos y cada uno de los diversos. También se afirma que ese doble movimiento de acomodación del ser humano y de su entorno es benéfico no solamente para los sujetos individuales, sino también para el conjunto social.
El núcleo más duro de aquellos que abogan por la neurodiversidad reniega de todo intento de cura, dado que, según su punto de vista, no hay nada que curar, ya que la variedad humana no es patológica.
Según esta corriente, ello es así porque los estilos de aprendizaje, la manera de comunicarse, las formas de procesar los pensamientos, las habilidades a las que se recurre para la resolución de problemas, cómo se realiza el procesamiento de los estímulos sensoriales y otros muchos aspectos del desarrollo difieren enormemente de una persona a otra, por lo cual esa diferencias no deben patologizarse bajo ningún aspecto.
A lo largo del tiempo se han realizado diferentes intentos por estandarizar el comportamiento humano, recurriendo a supuestos marcadores objetivos, tales como el tamaño del cerebro, su conformación, la realización de pruebas y test capaces de medir la inteligencia, el señalamiento de lo que es correcto en el comportamiento y lo que no lo es, incluso recurriendo a categorías de la Psiquiatría más remota para considerar enfermo a lo que sale de lo que se considera lo típico o normal.
Para los más dogmáticos respecto de esta forma de considerar lo diverso, ello ha estado presente en toda la historia de la humanidad y lo distinto debiera ser respetado, comprendido y apoyado como una simple diferencia más entre las infinitas que nos distinguen como seres humanos y jamás tendrían que ser consideradas como enfermedades, síndromes y trastornos, y mucho menos tratadas como tales, buscando una cura para una dolencia inexistente.
No todos aquellos que acuerdan con el concepto de la neurodiversidad muestran posiciones tan terminantes, sino que algunos de los mismos creen que en algunos casos pueden existir patologías, aunque ello no implica que acuerden en que neurodivergencia y discapacidad sean lo mismo.
Para estos seguidores, a los que se podría catalogar como moderados, puede haber personas neurodiversas sin que exista patología asociada, así como tampoco todos los portadores de algún tipo de problema intelectual entrarían en la neurodiversidad.
El límite aquí estaría en el grado de dificultad de una persona para integrarse socialmente, más allá de los obstáculos que su entorno le ponga en su camino.
Muchas de las personas neurodivergentes pueden presentar inconvenientes en diversos ámbitos, como, por ejemplo, en ambientes ruidosos, muy iluminados o atestados, entre otros, y funcionar perfectamente en otros sin esas características.
Entonces, ¿hay que intervenir?
Existe plena coincidencia que, sobre todo en aquellos casos en que las diferencias inciden demasiado negativamente en la forma de comunicarse con su entorno, de que tampoco se trata de dejar a estas personas a la deriva, sino que, aunque no se trate de patologías, las dificultades son reales.
Desde esta perspectiva, las intervenciones que se realicen no debieran ser terapéuticas, es decir, intentos de “normalizar”, sea por entrenamientos conductuales, terapias psicológicas o a través de medicamentos, sino que el paso fundamental es aceptar a la persona tal como es.
Luego habrá que trabajar estrategias que habiliten una mayor y mejor integración con el mundo circundante, lo que implica, asimismo, que deben realizarse acomodaciones en el entorno para que la persona pueda desarrollar su potencial, ello basándose en los puntos fuertes de cada sujeto, porque la integración siempre requiere que ambos extremos de la ecuación se complementen, logrando una interacción provechosa para las partes implicadas.
Ello no descarta que aquellos sujetos en los cuales se advierta la portación de alguna condición deban recurrir a tratamientos modificatorios de las características que son consecuencia de la misma. Lo que no debe hacerse es partir desde el prejuicio, esto es, patologizar las diferencias sistemáticamente. La evaluación debe aportar una visión completa de las dificultades, con el objetivo de identificar si obedecen a alguna cuestión que deba considerarse patológica o no.
En este sentido, la tarea de los padres es primordial, porque normalmente son los primeros en advertir las diferencias. Aunque suele resultar difícil, lo mejor es tomar los acontecimientos con calma, brindando un apoyo empático, abierto y sin juzgar y luego realizar la consulta pertinente con algún especialista que evalúe si se trata de alguna condición o simplemente una variación más dentro de la diversidad humana, para luego tomar las decisiones que hagan falta.
Pero…
Lejos de hallar un consenso universal, la neurodiversidad también tiene sus detractores.
Una primera crítica que se realiza es que, en muchos casos, lo que se trata de hacer con estas afirmaciones es negar que el propio hijo o hija porte alguna condición, trivializando lo que puede tratarse de algún trastorno que dificulte la interacción del niño o niña con su entorno, mientras que se pierde la ocasión de una intervención temprana que pueda mejorar la calidad de vida de estos sujetos.
A su vez, desde el seno mismo del origen de esta postura, es decir, desde personas, activistas y profesionales del mundo de los TEA, se señala que, en todo caso, el concepto de neurodiversidad solamente aplicaría para aquellas personas diagnosticadas que se consideran de alto rendimiento o, a lo sumo, con una sintomatología tan leve que los inconvenientes que se les presentan son de muy poca monta, mientras que el mismo no es aplicable para otros individuos con grados de afectación tan alta que, sin la adecuada terapéutica, las posibilidades de integración y de mejora son entre escasas y nulas.
Otro aspecto negativo que se señala es que si a estas personas se las señala como neurodiversas y no como portadoras de algún tipo de condición, se pierden las ayudas y los beneficios que se obtienen tras el diagnóstico, aumentando la carga social, emocional y económica que esto supone para el entorno familiar.
En lo que sí coinciden aquellos que reniegan de esta perspectiva con quienes la defienden es en que es necesario resaltar la condición humana de estas personas, brindándoles tratamientos que los comprendan, en lugar de tratar de forzar curas centradas en realizar cambios que las desnaturalicen, mientras que también resulta imperativo accionar sobre la sociedad, quitando las barreras y los estigmas que dificultan que puedan desarrollar sus potencias (muchas de ellas notables) y lograr una vida más plena.
A modo de cierre
Si es o no una variación de la condición humana, se trata de una cuestión que excede la capacidad de quien escribe para determinarlo.
En todo caso, cualquiera sea la resolución de esta controversia, sí existe una convicción muy extendida entre los que se ocupan de un tema tan diverso como es el de la discapacidad y sus múltiples aristas: la aceptación y la integración de las diferencias siempre es el mejor camino y el más enriquecedor para las personas individuales y para el conjunto social.