Cuando comenzaron a sonar las primeras investigaciones relacionadas con las vacunas, la Iglesia Católica y otras religiones manifestaron un prurito similar, dada su postura ante el aborto, aunque luego se permitió su utilización a regañadientes apelando al bien común ante el peligro que implica una pandemia, más allá de que algunos reservorios conservadores religiosos y no confesionales sigan replicando la objeción, la que, por otro lado, es errónea.
Una primera cuestión que explican los expertos en materia de medicamentos es que casi todos (si no todos) los fármacos han utilizado en algún momento de su investigación células madre fetales. Vacunas como las de la rubéola, el sarampión, la hepatitis A, la poliomielitis y la varicela, entre otras, se elaboran utilizando estas células desde hace años. Otro tanto puede decirse de muchos otros productos, como algunos cosméticos, por ejemplo.
La mayoría de estas posturas parten de la concepción errónea de que se “crían” fetos con el objeto de tomar sus células, para luego desecharlos. Los genetistas, bioquímicos, biólogos y otros profesionales explican que ello no es así, sino que se valen de lo que se denomina líneas celulares, que no son otra cosa sino la derivación (copia de la copia de la copia…) de un tejido original tomado hace mucho tiempo de un aborto espontáneo o legal, que, en condiciones controladas, permite una replicación casi infinita.
En esos cultivos se introduce el virus y se lo estudia antes de aplicar el procedimiento con voluntarios humanos, minimizando el riesgo. Un dato muy importante es que ninguna de las vacunas contiene tejido humano ni se inocula célula alguna con similar origen.
Afortunadamente, en nuestro país la resistencia a la inoculación es escasa, dado el calendario de vacunación establecido hace décadas, uno de los más completos del mundo. De todas maneras, la existencia de reservorios de no vacunados implica riesgo para la población, porque no hay vacuna que dé el 100% de inmunidad.