Sin embargo, para nosotros no se trata de que simplemente “hagan” la actividad: nuestro objetivo es que aparezca en los participantes un cambio de actitud frente al hacer. Buscamos que se involucren con otros para lo cual es fundamental respetar el proceso de cada participante. Sobre todo porque queremos que los efectos de la inclusión se constaten más allá del espacio específico de Viento en Popa.
El camino para cumplir nuestros objetivos no es un proceso lineal y dependerá en gran parte del rol de coordinador. A diferencia de las ofertas del resto de los espacios educativos y de salud que tienen programas, técnicas y temas preestablecidos y homogéneos, en el dispositivo de deporte inclusivo el rol del coordinador debe ponerse sobre la mesa y cuestionarse. Ya que entendemos la inclusión como un proceso de doble transformación donde para que el participante cambie su perfil actitudinal frente a determinadas situaciones previamente el espacio y las actividades ofrecidas por el coordinador deben transformarse para alojarlo y luego propiciar esa transformación que está en nuestro horizonte.
En el presente artículo me referiré al proceso de construcción de mi rol de coordinadora, el cual atravesó y continúa atravesando diferentes momentos de evolución desde el comienzo de mi práctica hasta la actualidad.
Si bien el dispositivo contempla una etapa de capacitación para la formación del coordinador en términos de los conocimientos para llevar a cabo la tarea, esto no es suficiente para que el objetivo del dispositivo se logre. En mi caso, me encontré con ciertos obstáculos a la hora de encarnar el rol, obstáculos que hubiesen sido imposibles de transformar sin la otra parte que compone el dispositivo: la supervisión.
Me referiré en este artículo cómo a partir de un proceso de revisión de la propia práctica en la supervisión, y de retomar los aspectos teóricos básicos del proyecto, logré re-construir no solo mi rol, sino mi propia posición que es parte fundamental del rol. El efecto de este cambio se vió en el mismo funcionamiento del dispositivo, y más concretamente en los participantes que comenzaron a involucrarse en las actividades desde una posición distinta a la defensiva, dando lugar a encuentros consentidos por ellos.
Al inicio de mi práctica en Viento en popa, la posición que mayormente ocupaba sin darme cuenta era similar a la que haría cualquier educador que solo busca que el participante “responda”. Al llegar los participantes, iba ansiosamente a buscarlos de forma directa, y les hacía una oferta a veces con algo que ellos mismos traían y otras veces con algo propuesto por mi, pero era yo quien iniciaba el primer movimiento. Mi intención era lograr que participaran desde un rol protagónico en alguna actividad, entendiendo que este era el único fin más allá de si ese hacer se orientaba por el deseo o no. Creí que el “funcionamiento” del dispositivo dependía de que estén todos los participantes haciendo lo que el coordinador proponía. Lo cual es típico de la educación. Me fui dando cuenta que yo reproducía sin darme cuenta un modelo de socialización que había experimentado pero que quizás no era el mejor para esta oferta diferente.
Para sorpresa de nadie, el efecto que provocaba este accionar en los participantes era que rechazaban aún más el encuentro, sea a través de una postura indiferente o de un oposicionismo más marcado. En otros participantes cuya forma de defenderse es a través de la sobreadaptación, si bien respondian a los pedidos, lo hacían de forma “automática” sin mostrar un interés genuino en la actividad.
Para ejemplificar lo mencionado, me referiré al caso de Tomás, un participante que al llegar al espacio optaba por deambular solo alejado del lugar en que se producía el encuentro con el resto de los niños. Ante esto mi primera reacción era la de acercarme para convocarlo de forma directa, buscando que se interesará en participar en alguna actividad: le preguntaba si quería jugar con la pelota, si había visto “x” película, si quería ir a determinado lugar, etc.; todas propuestas que, si bien algunas tenían que ver con Tomás, no eran las adecuadas porque fueron ofrecidas de una manera directa, denotando mi ansiedad para que “entrara”, y generando que Tomás percibiera la invitación como un avasallamiento. En consecuencia, él accionaba defendiéndose aún más a partir de no contestar, o respondiendo “no tengo ganas, jueguen ustedes”.
En esta y en tantas otras situaciones con otros participantes me vi a mi misma insistiendo una y otra vez en convocarlos de la manera mencionada para “lograr” el supuesto objetivo del dispositivo: que ellos consientan a vincularse y participar. Pero en su lugar, se producía exactamente lo contrario, como se evidencia en el ejemplo.
Al adoptar esta posición, estaba siguiendo una lógica educativa, y no proponiendo algo diferente. Estos niños y jóvenes están habituados a que “el mundo” les demande continuamente, pero ¿qué de nuevo se puede promover si no existe ninguna interrupción en ese pedido constante?
Los cambios comenzaron a aparecer luego de la identificación de esta posición propia en relación al rol de coordinadora a partir de la supervisión, y de la formación en la teoría del dispositivo de deporte inclusivo. De a poco, y no sin esfuerzo de mi parte, puse en práctica dos coordenadas del hacer fundamentales del dispositivo que deben tenerse siempre presentes, especialmente en los inicios de cada encuentro: tiempo y espacio.
Ante la llegada de los participantes, comencé a tratar de disimular mi presencia quedandome en un costado sin emitir palabras y evitando convocarlos de forma directa; en otros casos me ponía a jugar sola con la pelota, a hablar con otro coordinador, a sentarme y mirar la pared, a hablar en plural o en impersonal, preguntando si “alguien” queria sumarse a hacer alguna cosa; etc. Y los efectos fueron asombrosos: algunos participantes comenzaron a mirar, otros se acercaron, otros iniciaron su participación desde la voz, y otros ya involucrándose más directamente vinieron a preguntarme algo, a hacer alguna acción, a proponer un juego, a contestar mi intervención plural, etc.
Retomando el caso de Tomás, con él comencé a poner en práctica esta transformación. Al llegar al espacio, ya no me acercaba a proponerle actividades, sino que comencé a simular indiferencia ante su presencia. En uno de los encuentros opté por sentarme mientras picaba una pelota insistentemente, mirando hacia los costados y sin emitir palabra. Ante ésta acción, Tomás se acercó junto con otro participante de nombre Marcos a preguntarme qué estaba haciendo, le dije “no sé, picó la pelota”, “parece un bebé” dijo Marcos, “uy… mira mira atrás tuyo, hay una araña!!” dijo Tomás, yo seguí el juego y al darme vuelta me “robó” al “bebé” y comenzó a correr mientras reía. Fue así que iniciamos un juego entre los tres en donde Tomás “robaba los bebés”, Marcos los “protegía” y yo me “distraía”. Tomás se mostró entusiasmado participando desde la función elegida por él, interactuando con el resto, proponiendo nuevas formas de jugar, accediendo finalmente a vincularse desde su deseo.
En otro encuentro distinto, uno de los participantes con quien comparte el espacio había propuesto armar un “cine” con sillas y un espacio que funcionó como “pantalla”. Mientras tanto, Tomás continuaba deambulando por el lugar defendiéndose desde la evitación y distancia. Entonces, frente a la propuesta del cine intervenimos de forma plural, la cual es una forma de intervención opuesta a la de índole “educativa”, en la que se le dice al niño de forma directa lo que tiene que hacer: Yo dije “qué bueno que tenemos cine… qué película vamos a ver?”, a lo cual Tomás intervino y respondió “yo soy la película”. Seguido a esto, se ubicó en el lugar de la pantalla y comenzó a pedirle a un coordinador y a otro participante de hacer una “guerra” entre los tres, actuando para la “película”. Fue así que comenzó un juego con diferentes roles y acciones, que Tomás sostuvo durante un tiempo e incluso consintió intercambiar funciones.
Las situaciones mencionadas son un claro ejemplo de cómo en Tomás se da el pasaje de una actitud defensiva y de rechazo a una actitud de consentimiento y de disposición al encuentro. Y este cambio se dio como efecto del lugar en el que me ubiqué en los momentos de rechazo del participante: el lugar de esperar y de dar tiempo, el de no pedirle de forma directa, el de actuar de forma indiferente anticipando a su evitación e invitar a participar de una manera indirecta, apelando a la pluralidad y reduciendo lo imperativo de decirle lo que tiene que hacer.
Sin embargo, dar tiempo y espacio es solo el comienzo: si bien posibilita la emergencia de algo propio de cada participante, es el coordinador el que debe estar atento a los movimientos y palabras que surjan de cada participante para luego ofertar una actividad relacionada a lo observado. A partir de esto se construirá el vínculo necesario para que se despliegue y se aborde luego la situación de cada uno de los participantes.
Entonces, de acuerdo a lo mencionado, el dispositivo puede comenzar sólo si están las condiciones adecuadas, y estas condiciones se dan por la operación del coordinador. Esta actitud es la que permite alojar a los participantes, y propicia el armado del vínculo, el cual tiene una importancia fundamental en nuestro dispositivo: es el vínculo lo que vehiculiza primero la participación de los participantes en una escena.
Para ejemplificar la importancia de la etapa vincular del proceso, relataré brevemente el caso de uno de los participantes de nombre Alejandro. Al inicio de su participación en Viento en popa, su manera de defenderse era a través del rechazo de las actividades propuestas por otros participantes o coordinadores, aunque sí realizaba otras acciones por su cuenta. Yo intentaba sin éxito que consintiera hacer actividades que hacía el resto de los participantes, que jugara a los mismos juegos, o que se interesara en participar con ellos desde otro lugar. Esto no ocurría, ya que el participante no interactuaba de la misma manera que el resto, y el trabajo a realizar con él era otro. Su rechazo era muy notorio, ¿por qué seguir exigiendo algo que no accedía a hacer?
Entonces, al igual que en el caso de Tomás, comencé a revisar mi rol de coordinadora, y nuevamente decidí esperar y darle lugar, así como también sus movimientos y dichos. Fue así que en uno de los encuentros, mientras los demás participantes jugaban en la cancha, lo observé a Alejandro interesado en las pelotas que se encontraban en una jaula. Fue así que comenzó a pedir por ciertas pelotas, requiriendo de mi ayuda para sacarlas de la jaula. Decidí consentir este pedido, alojarlo para ver hacia dónde llevaba esta acción, sin apurarme o apurarlo.
Al comienzo le alcanzaba las pelotas de a una, pero al dárselas casi enseguida las dejaba a un lado y pedía por otra pelota. Era una acción propuesta por él, pero si continuaba haciendo lo que me pedía Alejandro sin intervenir para encauzar esa acción en una actividad, ningún juego se iba a armar, se trataba de sacar y sacar pelotas sin ningún fin u orden.
Entonces opté por realizar una oferta partiendo de lo propuesto por el participante: en lugar de darle la pelota al sacarla de la jaula, me la llevaba hacia el centro de la cancha invitándolo a acercarse para poder jugar con esa pelota, a lo cual accedió entusiasmado. Fue así que comenzó a haber alternancia de propuestas entre ambos en relación a la pelota: hacer pases parados, sentados, en una pierna, agachados, picar la pelota, picar corriendo; incluso surgieron juegos como esconder la pelota, correr al otro para atraparla, etc.
Esta actividad, sin embargo, no se agotó acá. En un momento, en medio de una dinámica de pases entre él y yo, se sumaron otro coordinador y otro participante a esa ronda, quienes comenzaron a participar por turnos también. Alejandro consintió hacer la actividad con otros y sostenerlo, inclusive se entusiasmó con esto: se vio comprometido a realizar una actividad más compleja que el que venía haciendo al incluir a otros en esta actividad.
Como se observa en las situaciones descriptas, en momentos en donde ya se dio el ingreso al encuentro por parte del participante, el rol del coordinador pasa a ser otro: el que gestiona ese encuentro, los elementos, los tiempos, el que oferta y multiplica los lugares posibles, el que recicla la actividad para evitar su agotamiento y facilita la renovación del deseo de participar de cada niño o joven. En esta etapa es importante continuar con la actitud de esperar y dar tiempo, y seguir observando las manifestaciones de los participantes, ir renovando la oferta en función de lo que emerge, ser quien coordine y ordene la escena para que el encuentro se sostenga, y el que luego pueda percibir y consentir el momento de cierre.
En todas estas actividades, lo que lo sostuvo a Alejandro en el encuentro no fue solamente la pelota, sino el vínculo que se estaba construyendo entre ambos. La pelota se trató del elemento de interés elegido por Alejandro, pero, insisto, los encuentros no ocurren solos: requieren de determinadas habilidades por parte del coordinador.
Sin la transformación en mi rol, hubiese sido imposible que Alejandro consintiera a entrar en el encuentro como lo hizo, ya que continuaría empujándolo a que accediera a, por ejemplo, jugar a la mancha como hacía el resto de los participantes que se encontraban con él, lo cual no tenía relación alguna con lo que Alejandro necesitaba en ese momento, ni tampoco con aquello que lo convocaba. Fue con éste participante que descubrí la importancia del vínculo para que el cuerpo participe desde la motivación, y para que se disponga a compartir con otros una escena.
Conclusión
En conclusión, mi propio proceso de armado del rol de coordinadora desarrollado en el texto no se trata de un suceso individual y aislado del resto del dispositivo, sino todo lo contrario: es el dispositivo mismo el que promueve y el que requiere del pasaje de una posición “educativa” de parte de quien ejerce la función a una posición de coordinador, asumiendo un lugar diferente con respecto a los participantes.
Pero para esto, se quiere de otro tiempo en la intervención, distinto y posterior al tiempo de la práctica: este es el tiempo de pensar con otros sobre lo observado y lo intervenido, es en donde se arman hipótesis, se dan lugar a las dudas, se vuelve a la teoría, se ordena y elabora sobre lo ocurrido, y todo esto para volver a la práctica ya con una posición acorde a la situación de cada participante.
Como se observa en los ejemplos desarrollados, los efectos del trabajo del coordinador sobre él mismo se plasman en las formas de participación, en cómo su actitud hacia la actividad cambia, consintiendo finalmente estar en el encuentro con otros.
Bianca Dimuro Coordinadora Sede Pilar
German Spangenberg Director Terapéutico