Consideraciones previas
Nadie pone en duda la existencia del Autismo. Desde que Leo Kanner lo describiera por primera vez en 1943, cuando se lo creyó emparentado con la esquizofrenia infantil, para despegarse a partir de los 80 y constituir una entidad nosológica autónoma, se ha establecido con una identidad propia y contundente.
En los tres cuartos de siglo de existencia, sin embargo, ha ido cambiando su consideración.
Hacia fines de la década de 1960, partiendo de la presunción de la madre poco afectiva como productora (las madres “heladera”) y descartándola luego, entre otros, Bruno Bettelheim, filósofo y psicoanalista de origen austríaco, basado en su experiencia de 11 meses de encierro en un campo de concentración nazi y sus observaciones clínicas posteriores, postuló que el Autismo era un mecanismo de defensa que adoptaban niños constitucionalmente vulnerables ante el dolor emocional para evadirse de aquello que los aquejaba.
Por su parte, y prácticamente en forma simultánea, Donald Winnicott, pediatra, psiquiatra y psicoanalista inglés, explicó que se trataba de una perturbación en el desarrollo emocional y que no es una enfermedad. También expresó que hay casos en los que se debe a alguna lesión o proceso degenerativo en el cerebro, pero que en la mayoría se producen sin que ello se constate.
Frances Tustin, psicoanalista infantil inglesa pionera en el tratamiento del Autismo (comenzó en la década de 1950), coincide con Winnicott en que existen causas orgánicas y psicógenas hacia principios de los 70. Ella se dedicó a lidiar con estas últimas. Indicó que es la consecuencia de una respuesta protectora que todos poseemos, pero que se torna patógena cuando se hace masiva y excluyente. Y se mostró preocupada durante los 80 por las dificultades que veía para establecer diagnósticos precisos, lo que, según su parecer, se complicó con la aparición de tests y escalas de detección temprana, así como los manuales diagnósticos, como el de la American Psychiatric Association, la famosa serie del DSM, cuya versión 1 apareció en 1952, la 2 en 1968, la 3 en 1980 (con una revisión en 1987), la 4 en 1994 (revisiones en 1998 y 2000) y la 5, la actual, en 2013.
A su vez, comenzó a llamar la atención el dramático crecimiento de casos: hacia finales de los 80 se estimaba la prevalencia de casos en 1 cada 25.000 niños. Hacia el año 2000, la cifra creció a 1 cada 150, mientras que apenas 4 años más tarde se establecía en 1 en 125. Sorprendentemente, dos años después, en 2006 era 1 de cada 110 y un par de años más adelante, 1 en 88, para llegados a 2010 detenerse en 1 en 68, que es el estimativo que maneja en la actualidad la autoridad sanitaria norteamericana. Es necesario aclarar que estas cifras se refieren a los EE.UU., por más que se adopten en otras latitudes, en muchas de las cuales faltan estadísticas propias, mientras que para la Organización Mundial de la Salud los casos de Autismo se ubican en el orden de 1 cada 160 en el mundo.
Según el sitio Focus for Health, Polonia parece estar relativamente libre, con apenas 1 caso cada 3.333, seguido por Taiwán, que cuenta con 1 de cada 2.000, mientras que Corea del Sur y Hong Kong son los más peligrosos, con 1 en 38 y 1 en 27, respectivamente. Según el mismo artículo publicado un año atrás, EE.UU. sería el tercero peor con 1 caso cada 48, con lo cual en este territorio habría vuelto a producirse un incremento notable. A su vez, los Centros de Control y Prevención de las Enfermedades estadounidenses dan para 2014 una estadística de 1 en 59.
Como puede observarse, aparentemente la distribución del Autismo en el mundo no es pareja y, por otro lado, aun en un mismo territorio, como en los EE.UU., hay discrepancias en las estadísticas actuales (1 en 69, en 59, en 48), lo que lleva a preguntarnos cuál es la razón para que esto suceda, a qué se debe el crecimiento de casos en algunos países y no en otros (por ejemplo, Japón y Alemania hace décadas que mantienen números constantes) y finalmente cuál es la causa para que en apenas 10 años se reporte una prevalencia que se triplicó, al menos en algunos países.
La explicación de la primera parece bastante sencilla: simplemente puede deberse al manejo de distintas bases de datos, a errores en la cuantificación de los datos disponibles o a diferentes criterios para considerar qué entra y qué no en las estadísticas. Las respuestas a las otras dos son mucho más complejas.
Algunas respuestas
De alguna manera, las dos cuestiones últimas pueden dilucidarse en conjunto, aunque, adelantamos, no existe una respuesta única, sino distintas perspectivas que intentan dar cuenta de los por qué, algunas que pueden complementarse entre sí, otras que son excluyentes.
Aquellos que sostienen la veracidad del incremento notable explican que ello se debe a que, al disponerse de nuevas herramientas técnicas para explorar el cerebro, así como también la multiplicación de estudios en todo el mundo sobre las causas y las consecuencias del Autismo han permitido la identificación de muchos casos que en otros momentos de la historia pasaban desapercibidos o se atribuían a otras condiciones.
También la difusión de la problemática a la población en general, su explicación a padres y docentes y la mayor conciencia al respecto de médicos y otros profesionales de la salud han permitido que ellos estén atentos y que, por lo tanto, se puedan detectar los casos más tempranamente, además de hacer patentes aquellos que comienzan en forma más sutil.
También la evolución de las guías y manuales, según las mismas fuentes, ha logrado establecer límites más precisos entre lo que debe considerarse pertinente y lo que no, incluyendo variables conductuales que previamente no se habían tenido en cuenta.
A su vez, se ha atribuido el aumento de casos a cuestiones ambientales sumadas a otras de base genética, como, por ejemplo el consumo de ciertos antibióticos, virus, alergias, la utilización desmedida de aparatos tales como videojuegos, celulares, televisión, etc., la polución, distintos contaminantes que la modernidad ha liberado en la atmósfera (sobre todo, metales pesados) y que se introducen en los alimentos y polucionan las aguas, etc., muchas de las cuales no han podido confirmarse en estudios científicos válidos. Hasta las vacunas han servido para asociarlas a la explosión de diagnósticos, sobre todo a partir de que en 1998 el gastroenterólogo británico Andrew Wakefield publicara, junto con otros 13 colegas, un artículo en el cual culpara al timerosal, un compuesto organomercúrico con acción antiséptica y antifúngica presente en muchas vacunas, de desencadenar el Autismo, por más que la Organización Mundial de la Salud y una importante serie de trabajos haya demostrado su inocuidad y hasta 10 de los participantes de la investigación original se hayan retractado de sus aseveraciones. Es más, en Dinamarca se ha eliminado hace tiempo ese compuesto químico de las vacunas sin que hubiera una disminución en el número de nuevos casos.
Pero cada vez las dudas acerca de la veracidad de las cifras que permiten hablar (aunque no con propiedad) de una epidemia (pandemia, podría decirse, por la extensión territorial) se instalan con mayor fuerza.
Precisamente, la distribución geográfica tan desigual parece algo difícil de explicar. Dentro de los mismos EE.UU., hay zonas que presentan tasas altas de Autismo, mientras que otras no tanto. Los agrotóxicos, las contaminaciones industriales, las de los automóviles, el estrés de la vida de las grandes ciudades suelen reputarse como disparadores, aunque ello no siempre coincide con la casuística. Reiteramos que países altamente industrializados como Japón o Alemania no presentan la multiplicación del fenómeno.
Se ha buscado, desde hace un par de décadas, ligar al Autismo con cuestiones genéticas. Al día de hoy, más de un millar de genes se han identificado como posibles causas y siguen apareciendo. Aunque resulte una pista interesante respecto de la etiología, esto no permite atribuir el mayor grado de prevalencia a esta fuente, porque se sabe que los cambios genéticos necesitan de períodos extremadamente largos para influir decisivamente en la evolución de alguna especie y, ciertamente, cuatro lustros no califican para tal resultado.
¿Entonces?
Existen sospechas de que precisamente algunas de aquellas cuestiones que se alaban como fuentes de mayor conciencia pueden estar influyendo para crear autistas, como, por ejemplo, la difusión inadecuada y los nuevos criterios diagnósticos.
La popularización de los problemas que presenta el Autismo es, ciertamente, loable en sí misma, para que no se dejen pasar síntomas que hablan de alguna cuestión mórbida. Pero en ocasiones se omiten ciertos datos de la realidad que pueden ayudar a confirmar el diagnóstico, a refutarlo o a buscar algún otro que se acomode más ceñidamente a la realidad. Por ejemplo, las situaciones de duelo, de bullying, la persistencia temporal de los estados emocionales y conductuales, la historia de vida, la necesidad de falta de causa y otras que deben complementar el listado frío de los manuales.
La sospecha también cae sobre la laxitud de los nuevos criterios que los manuales diagnósticos reportan en sus páginas.
Por ejemplo, se afirma que mientras que el DSM 3 de 1980 requería para considerar un caso como Autismo que se cumplieran seis de seis criterios, ya la cuarta versión (que rigió desde 1994 hasta 2013) tenía 16 ítems, de los cuales solamente era necesario que el sujeto cumpliera con la mitad, al tiempo que la última en curso, la 5, amplía la cantidad, subsume condiciones con particularidades propias (como el Síndrome de Asperger) bajo el rótulo de Trastornos del Espectro Autista y continúa con el rubro de no especificados, especie de bolsa que puede servir, mal utilizada, para abarcar casos no tan claros.
Por otro lado, se señala que existe una tendencia a la patologización de la infancia en el mencionado Manual, porque, si bien es cierto que la ciencia médica y sus relacionadas han avanzado mucho desde la aparición del primero hace 66 años, resulta asombroso que haya pasado de contener 106 criterios diagnósticos distribuidos en 129 páginas a albergar 350 y haber crecido hasta las 950 páginas y entre todas esas formas patológicas con nuevos y más sutiles signos se halla el Autismo.
Algunos autores hablan de epidemia diagnóstica y no de la condición, reputándola como un exceso, que se compone de falsos positivos, factores socioeconómicos (por ejemplo, en los EE.UU. el diagnóstico de Autismo es cubierto por el sistema sanitario, lo que no ocurre con otras condiciones), confusión de síntomas que se deben a otras cuestiones y falta de especialización de quienes emiten el diagnóstico.
Si bien se reconoce que es genéricamente certero que detectar algún problema muy temprano ayuda a mejorar la perspectiva del pequeño, también lo es que apurarse en la etiquetación no suele ser lo mejor, ya que es necesario realizar un diagnóstico diferencial, apoyarse en una serie de pruebas y no solamente centrarse en un cuestionario o en un listado de síntomas entre los cuales seleccionar algunos para establecer un diagnóstico. De hecho, existen algunas formas patológicas que, de no discriminarse correctamente, pueden confundirse, tales como: instancias más o menos leves de parálisis cerebral, algunas epilepsias tempranas, daños cerebrales, ciertas patologías del lenguaje, el Trastorno de Procesamiento Sensorial, entre muchos otros que es necesario descartar.
Un trabajo de investigación realizado en 2005, tratando de hallar la causa por la cual en un período de 10 años (1993/2003) se habían sextuplicado los casos en los EE.UU., llevado a cabo en ese país y Gran Bretaña halló que si se mantenían los criterios anteriores desaparecía la epidemia.
Un año más tarde, un estudio desarrollado en la Universidad de Wisconsin reveló que el aumento de autistas de 1994 a 2003 era proporcional al decrecimiento de diagnósticos de retraso mental y de problemas del aprendizaje, lo que llevó a inferir una migración diagnóstica.
Otro aspecto que se señala como preocupante es que muchos de los estudios que se encaran sobre el Autismo, sus causas, sus síntomas y las formas de tratamiento (y los de otros problemas mentales y conductuales) se encuentran patrocinados por los laboratorios de especialidades medicinales que precisamente proveen de medicamentos para su tratamiento, por lo que, aunque no existen denuncias sobre la falsedad de los mismos, ello indicaría que solamente se proveerían fondos para aquellos que buscaran probar la imperiosidad de extender el diagnóstico y, por supuesto, para probar la necesidad de que cualquier acción terapéutica que se emprenda cuente con el suministro de fármacos.
Otras críticas apuntan a las Neurociencias. En ese sentido, el psiquiatra argentino Juan Vasen (http://juanva sen.com.ar/) y otros explican en numerosos artículos de su autoría que estas dan resultados pocas veces concluyentes, que no se condicen con lo que prometen, al tiempo que su difusión resulta exagerada y que, de alguna manera, tras el destierro de la forma de encarar los tratamientos basada en el Modelo Médico Hegemónico, parece que esta rama de la ciencia médica viniera a restaurar las formas rígidas del cientificismo en detrimento de la plasticidad que se encuentra en el cerebro de los niños y que requiere de procedimientos diagnósticos que permitan abarcar todas sus instancias y sus particularidades.
Otro aspecto negativo que se señala es que, si bien los síntomas del Autismo poseen cierta generalidad, la utilización de herramientas diagnósticas de una asociación de psiquiatras extranjera no parece una medida del todo acertada y que junto con la pretensión epidémica del Trastorno, se juegan campos de acción en los que se excluye a algunas prácticas terapéuticas en beneficio de otras que, lejos de ir a la raíz del problema, utilizan métodos cuasi pavlovianos para entrenar niños y proveerlos de medicación muchas veces innecesaria.
Conclusiones
Establecer si se trata de una “epidemia” o no escapa a nuestras posibilidades, ello deberán determinarlo personas más sabias que nosotros. Algunos reproches pueden ser justos, tal vez otros no. Las críticas esbozadas son solamente algunas de las muchas que se hacen al respecto.
En todo caso, parece que lo que hay tener en cuenta es el valor y el peso que tiene un diagnóstico realizado en niños pequeños, porque, tal como expresa la Lic. Natalia Blengino en su artículo “Patologización y medicalización de la infancia”, disponible en el portal de El Cisne: “…un diagnóstico en la infancia no es circunstancial sino constitucional, deja huellas indelebles en el discurso de padres que se cargan de información que no pueden metabolizar y en el niño que empieza a ser mirado e identificado desde una problemática, sin poder entender o analizar que ciertas manifestaciones de los niños tienen más que ver con cuestiones epocales que patológicas”.
Por ello, ante la menor duda sobre un diagnóstico que marca tanto al niño como a su familia de por vida, es una buena opción realizar una segunda consulta. Y es deseable que, en lugar de tomar estadísticas de otras realidades, pudiéramos contar con las nuestras, para saber dónde estamos parados.
Para consultar:
– https://www.cchrint.org/2014/07/10/pathologizing-childhood-why-so-many-american-children-are-being-drugged/
– https://www.scientificamerican.com/article/is-there-really-an-autism-epidemic/
– http://foruminfancias.com.ar/trastornos-generales-del-desarrollo-hacia-la-patologizacion-del-autismo/