El estudio consistió en realizar escaneos a través de resonancia magnética a 384 niños de los que se sospechaba riesgo de autismo, dado que tenían hermanos mayores portadores de tal condición.
Las tomas se realizaron a los 6, a los 12 y a los 24 meses de edad de los pequeños, constatándose que 89 de ellos terminaron recibiendo diagnóstico de Trastorno del Espectro Autista, es decir que 1 de cada 4 presentó sintomatología, contra la prevalencia actual en ese país, que es de 1 en 54, lo que, según creen los investigadores, refuerza la presunción del origen genético de los TEA.
A su vez, postulan que la forma inusual en que se halla desarrollada la red visual en el cerebro hace que estos niños vean al mundo en forma diferente a lo que lo hacen los demás. Llegan a esa conclusión tras haber medido el volumen cerebral y la superficie del área del córtex occipital, una región vinculada con la capacidad de ver. Lo mismo hicieron respecto de la materia blanca, involucrada con el impacto de los estímulos externos que se producen en el entorno. Al mismo tiempo, hicieron otro tanto con los hermanos, en quienes hallaron alteraciones similares. Precisan que este descubrimiento podría tratarse de una herramienta importante para la confirmación diagnóstica.
Los científicos estiman que este circuito visual, al cual juzgan como aberrante, es un hito principal para el desenvolvimiento de la cascada de eventos que luego conduce hacia el autismo. Las anomalías constatadas alteran la forma en que los niños experimentan el mundo, lo que influye en el posterior desarrollo cerebral.
Al mismo tiempo que señalan la necesidad de nuevos estudios confirmatorios, los investigadores creen que su hallazgo puede servir para realizar alertas diagnósticas más tempranas y para desarrollar intervenciones conductuales sobre el sistema visual que ayude a controlar algunos de los síntomas principales que se manifiestan con estos trastornos.